lunes, 28 de diciembre de 2009

EL SASTRE


Era una profesión en decadencia, casi en retirada. El hombre era sastre y modisto. Lo habían sido su padre, venido de Italia, y su abuelo, que nunca llegó a conocer estas tierras. Cuando su padre le transmitió todo el arte de la costura, supo que éste sería no sólo su medio de vida, sino una gran pasión por el resto de sus días. No siempre había sido una actividad tan inusual. Cincuenta años atrás, cuando le sobraba tiempo para vivir por delante y agudeza en la vista, eran muchos los hombres que lo consideraban su sastre personal. También eran muchas las mujeres que deseaban tener un vestido de alta costura y que confiaban en él. Pero los años habían pasado demasiado rápido y el hombre los recordaba con tristeza. Cantidad de fotos donde se lo veía a él acompañado por un cliente que sonreía satisfecho con su ropa nueva adornaban las paredes de su sastrería. Algunos artistas famosos del cine y la televisión, todavía incipiente lucían modelos que hoy, a la distancia, se veían casi ridículos. Todas las fotos en blanco y negro eran exactamente del mismo tamaño y con el mismo tipo de marco y rodeaban por completo las cuatro paredes de su local como testigos diarios de su trabajo. Sólo una de ellas, ubicada al lado del antiguo reloj de pared, se destacaba de todas las demás. Era más grande, de enmarcado más moderno y con fondo de color. Era una foto de casamiento. El hombre, hoy le costaba reconocerse, con un traje negro impecable y camisa con moñito. La mujer, joven y hermosa, con un vestido largo del cual afloraban en su parte posterior metros de tul que arrastraba por el piso. Una enorme gargantilla dorada de estrellas entrecruzadas adornaba su cuello realzando aún más su belleza. Para el sastre clavar la vista en esa foto era un ritual obligatorio que ponía en práctica con nostalgia diariamente.

Ese día entró en su taller denotando apuro y se sentó a trabajar sin perder un minuto.

Llevaba atraso en un par de trabajos, en especial un vestido de novia que debía entregar sin falta ese fin de semana. Era cuestión de honor llegar a tiempo y valía la pena hacer todo el esfuerzo posible para lograrlo. Los alfileres entraban y salían de la tela con destreza. Metros de tul se enrollaban alrededor del maniquí en una conjunción maravillosa de habilidad y buen gusto.

-Lo quiero igual al de la foto -le había pedido expresamente la señorita Melo en el momento de encargarlo-, exactamente igual.

-Pero es un modelo un tanto viejo, señorita. Tiene más de cuarenta años. Hoy en día hay cosas más modernas. ¿Le muestro el catálogo?

-¡No! Yo quiero ése mismo.

El hombre no opuso demasiada resistencia. Pensó que el modelo con el que se había casado su mujer, y que él había confeccionado con tanto esmero, sería en alguna medida un tributo a la memoria de su esposa.

Trabajó duramente toda la semana. Pegó, hilvanó y cosió todo varias veces. Despegó, deshilvanó y descosió todo otras tantas veces hasta cumplir con el objetivo. El viernes al mediodía sacó el último hilito que quedaba colgando de la prenda y sonrió satisfecho.

Su mirada saltaba alternativamente del maniquí a la foto y de ésta nuevamente al maniquí. Lo había logrado. El parecido era asombroso. Le fue imposible evitar un cosquilleo especial viendo su obra terminada. La emoción lo invadió. Se sintió retrocediendo varias décadas y bailando el vals en su casamiento mientras la gente formaba una ronda a su alrededor dando alaridos de alegría. Cuando pudo recomponerse se dirigió a su escritorio y sacó de uno de los cajones un estuche de terciopelo que acarició con ternura. Luego lo abrió y extrajo de él una gargantilla de estrellas entrecruzadas con el que rodeo el cuello del maniquí.

-¿Bailamos?

Tomó a su mujer por la cintura y comenzó a girar con ella al compás del vals de los novios. El hombre reía feliz. Su mujer lo acompañaba con igual expresión de dicha. No pararon de bailar cuanta pieza musical sonara en el tocadiscos. La gente batía palmas a su alrededor y alababa la belleza de la novia. El hombre explotaba de orgullo.

Cuando extenuado soltó el maniquí y se sentó en una silla para tomar resuello sus lágrimas caían a raudales. Después, cargado de dudas, tomó el teléfono y discó un número despaciosamente. Cortó antes de que lo atendieran. Le costaba dominar sus emociones y trataba de analizar con frialdad los pasos a dar. Volvió a discar finalmente, y ya con total resolución se dirigió a su interlocutora con voz firme.

-Hola señorita Melo. No puedo entregarle el vestido. Perdóneme. Búsquese otro sastre.

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