miércoles, 23 de diciembre de 2009

Ilusiones Tempranas






Hay personas que por su especial significación no se olvidan nunca en la vida. Irma, mi maestra de cuarto grado, es una de ellas. Me enamoré perdidamente de ella el mismo día que la conocí. Creo que hoy me resultaría muy difícil, a la distancia, saber qué es lo que más me había impresionado. Supongo que el fogonazo que su sola presencia produjo en mí siendo tan jovencito, apenas un niño, debía responder a múltiples causas. En primer lugar era joven, bonita y muy simpática. Su voz, un tanto grave y profunda, le daba un plus de seducción que no pasaba inadvertido para nadie. Mis compañeros de clase también estaban conmovidos con ella, pero en nadie había producido un impacto semejante al mío, que rondaba lo enfermizo. Su imagen me acompañaba en cada minuto de mi vida. En mi imaginación era sólo mía. Soñaba con ella. Estaba presente en cada una de mis fantasías oníricas. Recuerdo una imagen de ella junto al mar, caminando en la playa sobre la rompiente de las olas, y agitando al viento su chalina violeta, que tan bien combinaba con sus ojos claros. Me despertaba malhumorado, con una inmanejable sensación de frustración, con la que cargaba a diario sin una solución posible. En el fondo de mi mente atormentada yo sabía que era un amor imposible y que nunca podría ser correspondido, pero cargaba la pesada cruz no sólo con resignación sino con cierto toque masoquista, como si el dolor de lo imposible se amalgamara con el goce de sentirlo. Cuando sonaba la campana del final del día Irma se paraba en la puerta del aula y nos despedía a cada uno con un beso. Yo me sentía desfallecer cada día con el solo contacto de sus labios en mi mejilla, y hasta en mi interior sufría por el reparto a mansalva de besos que yo quería sólo para mí. Vivía al borde de la locura.
Un día, al comienzo de la primavera, organizamos un partido de fútbol con el cuarto grado mañanero y la invitamos para que viniera a alentarnos. Recuerdo que accedió al instante. Yo estaba entusiasmado con la sola idea de lucirme ante ella y pedí jugar al arco, para lo que creía tener ciertas condiciones. Era un domingo soleado, hermoso, y la canchita del barrio estaba rodeada de parientes y amigos de los que allí estábamos enfrentados. Me calcé la gorra y me ubiqué entre los tres palos buscándola desesperadamente con la mirada. Su chalina violeta me ayudó a encontrarla. Le hice un gesto con la mano y ella me respondió de igual manera. Yo estaba exultante. Nunca había atajado tan bien. Un gol tempranero de mi compañero de banco nos permitía ir ganando por la diferencia mínima y dependía mucho de mí mantener el resultado. Lo veníamos logrando sin mayores sobresaltos hasta que pocos minutos antes del final el árbitro, el portero de la escuela, sancionó un penal en contra nuestra. Me sentía morir. Justo cuando estábamos arañando el triunfo. El mejor de los oponentes estaba frente a la pelota dispuesto a fusilarme. Antes de que tomara carrera una ráfaga violeta proveniente de la chalina de Irma me inspiró. ¡Esa pelota no tenía que entrar! ¡Y no entró! Todavía me pregunto cómo logré desviar semejante cañonazo. Lo cierto es que a los pocos minutos mis compañeros me alzaban en andas y me paseaban en una especie de vuelta olímpica atribuyéndome gran parte del éxito logrado. Irma aplaudía entusiasmada y al verme pasar cerca me arrojaba besos al aire. Yo tocaba el cielo con las manos. Cuando mis compañeros me bajaron corrí a su encuentro dispuesto a saborear un momento inigualable junto a ella. Fue allí que los vi. No estaba sola. La acompañaba un señor que la estaba tomando del hombro y un chiquilín de pocos años que tironeaba de su pollera para que lo alzara. Quedé totalmente paralizado y sin saber cómo actuar. Reaccioné finalmente dando media vuelta y alejándome en dirección contraria. Mi tristeza no tenía límites. Estaba totalmente destruido. Sentía que mi vida no tenía ningún sentido. Anonadado por el golpe tomé mis cosas y me dispuse a irme a casa alejándome de ella y de la algarabía de mis compañeros. La volví a ver al pasar el portón de salida. Me estaba esperando, ella sola, como siempre había ansiado verla. Me encaró decididamente, con su ternura de siempre, vivaz, alegre, sonriente, y felicitándome por mi actuación. Me abrazó con dulzura y me llenó de besos.
-Tonto, a vos también te quiero.
¿Cómo olvidarte, Irma?

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