lunes, 14 de diciembre de 2009

DeTal Palo


Vladimiro reventaba de orgullo. Tenía sobrados motivos para que así fuera. Acababa de inaugurar la sucursal número diez de su cadena de negocios de sanitarios y se sabía envidiado por la mayoría de sus paisanos, con los que había pisado juntos suelo argentino tres décadas atrás. Nada lo detuvo en su alocada acumulación de dinero a lo largo de ese tiempo. No le importaba quitarle horas al descanso, si ese tiempo le redituaba ganancias, ni mantener una relación insatisfactoria con Irina, su esposa, ni descuidar por completo su vínculo con Andrei, único hijo de ambos, que irrumpió en un hogar donde nadie lo esperaba con ansiedad.
Andrei fue creciendo en ese ambiente, sabiéndose el hijo no deseado por ninguno de sus padres y acumulando rabia a lo largo de los años contra ambos; contra su madre, que en medio de su propia infelicidad lo miraba crecer con indiferencia, y fundamentalmente contra su padre, que además de no mostrar por su hijo el menor atisbo de cariño, vivía reprendiéndolo y castigándolo por cualquier nimiedad. Su furia crecía día a día, y sus especulaciones más placenteras pasaban por imaginar cualquier daño posible que pudiera infligir a su padre, aun cuando su figura gigantesca lo amedrentaba, siempre, hasta límites insostenibles. Así siguieron las cosas. Vladimiro inaugurando sucursales y Andrei rebosando odio. Hasta que un día pasó lo inevitable: Vladimiro enfermó. Comenzó a carcomerlo un cáncer que fue tomando partes de su cuerpo con la misma voracidad con que éste había acumulado capital en sanitarios. Ándrei y su madre no sólo no estaban demasiado afligidos por la suerte de Vladimiro, sino que en el fondo sentían cierta satisfacción. Vislumbrando su final, decidieron llevarlo a un buen centro de atención y depositarlo allí por el resto de sus días, pero éste se opuso. Si le tocaba morir -decía- quería hacerlo en la comodidad de su cama y rodeado del confort que le ofrecía su vivienda de lujo. Exigió que lo atendieran en su casa, y que esposa e hijo tuvieran que velar por él aunque no hubiera ningún tipo de cariño en la relación. "Si no lo hacen correctamente los desheredo"-, gritaba fuera de sí. Vladimiro empeoraba a visiblemente día a día. Su figura se empequeñecía continuamente sin que la medicación administrada pudiera hacer nada por él. Un día, cuando advirtió que lo suyo era irreversible, rumió su última maldad: exigió que no le proporcionaran más remedios de ninguna índole y que Irina y Andrei, sólo ellos dos, lo asistieran en su recta final. Pese a su debilidad, se impuso una vez más. Echaron a las enfermeras que lo cuidaban día y noche, tiraron a la basura todos los remedios, y se dispusieron a atenderlo rogando a Dios que la enfermedad no se extendiera demasiado. Vladimiro seguía muriendo lentamente, ya casi sin comer, y achicándose más y más. Irina y Andrei estaban consternados. Llegó un momento en que, de tan consumido, se asemejaba al tamaño de un bebé, pero aún así seguía dando órdenes a los gritos desde la cama que le quedaba cada vez más grande. "No se hagan ilusiones, no pienso morirme tan rápido". Y así fue. Vladimiro siguió durando tiempo y tiempo, achicándose constantemente y obligando a Irina a vestirlo con batitas de bebé y joggins de niño del talle más pequeño, hasta que llegó a ser del tamaño de una mano. Aun así Vladimiro continuaba vociferando y largando escupitajos con el resto de sus fuerzas mientras maldecía al mundo entero.
Andrei e Irina estaban extenuados. No podían más. Intercambiaron una mirada y se pusieron de acuerdo al instante. Andrei tomó a su padre y mientras éste maldecía en varios idiomas se dirigió al baño ante la mirada aprobatoria de su madre. Tomó aire y se decidió. Dejó correr mucha agua y desoyendo la gritería ensordecedora de Vladimiro lo arrojó al inodoro, un inodoro de excelente calidad donde brillaba en letras doradas el logo "Sanitarios Vladimiro".
Desde entonces se oyen extraños gritos en las cloacas de Buenos Aires que nadie sabe a qué atribuir.

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