lunes, 24 de septiembre de 2012


El Agujero

 Acabamos de vaciar la casa. Ya Marina y las chicas están por arribar a la nueva vivienda con el camión de mudanzas cargado con todas nuestras cosas. Llevó muchísimo tiempo saborear este momento; más de treinta años. Toda una vida, pero pudimos lograrlo. Llegamos por fin a la casa propia. Ya falta el último pasito. Hay que entregar en buenas condiciones la casa que alquilamos durante todo este tiempo y no resta más que una buena pintada para lograrlo.

-Vayan, chicas. Yo después las sigo con el auto.

Marina no se fue convencida. No quería dejarme solo. Me conoce demasiado bien.

-Voy a dejar todo listo para que mañana se pueda pintar.

Renata y Valeria tuvieron casi que arrastrar a su madre para que subiera al camión con ellas.

-Andá, andá. Estoy bien.

¿Cómo no voy a estar bien? Es un momento único, de ésos que se dan pocas veces en la vida y poder saborearlo con plenitud es más que la concreción de un sueño, casi un mandato social. “Qué bien, Rubén. Pudiste hacerlo. ¡Casa propia!”

Y aquí estoy. Yo y la vieja casa, “mi casa” durante tantos años, llena de recuerdos por cada rincón que pise.

¿Por qué este frío visceral que me invade? Cada punto de la casa me lleva a una situación distinta vivida en diversas etapas.

Aquí pusimos el corralito donde Renata daba sus primeros pasos.

Este es el punto exacto donde Valeria tuvo su primer ataque de epilepsia, que nos llenó de terror. Aquí estaba el sillón donde tantas veces hicimos el amor Marina y yo después de obligar a las nenas a ir a dormir.

Aquí esto. Allá aquello.

Estoy mezclando el enduido para tapar los agujeritos de las paredes sin dejar huellas y es tan intenso el bullir de los recuerdos que a cada rato tengo que agregarle agua para que no endurezca.

¡Rápido! Hay que tapar los agujeros. ¿Qué había colgado aquí? Un cuadro de los abuelos. Tapemos. ¿Y aquí? El  de las nenas en la escuela. Tapo. ¿Aquí? El reloj de pared. El que nos despertaba de noche con sus campanadas. Tapo. La foto de casamiento. Tapo. La jaula del canario. Tapo. Renata y su traje de comunión. Tapo. La foto de bodas de plata. Tapo.

Tapo.    Tapo.    Tapo.

 Voy por toda la casa tapando agujeros y recuerdos.

Tapemos. Tapemos.

No puedo más. Quiero irme lo antes posible.

¿Podrán Marina y las nenas enduir el enorme agujero que arrastro al abandonar esta casa?

UN EXTRAÑO


Un extraño

 

¿Quién es ese señor que está mirándome fijamente como si me conociera? Me hace acordar a un viejo amigo pero yo, ¿por qué será?, pareciera que es la primera vez que lo veo en mi vida.

¿Me conoce realmente? No lo creo. En verdad yo tampoco lo conozco demasiado a él, o al menos ésa es la impresión que me da cuando lo miro en profundidad. En realidad, la cara me resulta conocida. Lo observo con detenimiento y percibo la misma sensación cada vez que lo hago. Es como si lo tuviera visto desde hace tiempo, mucho tiempo. Su cara me trae algunos recuerdos, gratos y no tan gratos, de cuando ambos éramos jóvenes y observarnos así, uno frente al otro, era un deleite. Hoy no lo es tanto. Algunas arrugas transitan por mi frente, igual que en la de él. Algunos cabellos se fueron para siempre elevando el número de surcos tanto en mí como en él. La piel más ajada, la figura más enjuta y la mirada más perdida, en ambos. La barba de un día, ahora blanca, antes tan sugestiva, parece anunciar para los dos el principio de un largo invierno.

No lo reconozco. No quiero reconocerlo.

Corro a mi habitación y vuelvo a verlo, ahora de cuerpo entero. ¿Qué habrá pasado? ¿Qué quedó de ese jovencito rozagante que se comía el mundo a dentelladas? ¿Qué fue del niño sonriente que lo precedió? ¿Adónde fueron todos? Tenemos que hablar, amigo mío. Es hora de que intimemos un poco más. Dígame qué es lo que piensa. Me es imperioso saberlo. Sí, ya lo sé. En algunos aspectos sé cómo piensa. Intento al menos hacerlo, juro que lo intento, pero ayúdeme por favor.

A ver, razonemos juntos y deje de imitarme en cada gesto. Yo creo saber qué es lo que está pasando. A mí también me pasó con el correr de los años. Cuando las hormonas están en retirada y las carnes se ponen fláccidas, la espalda se encorva, el pelo encanece, el abdomen se redondea, la memoria se enturbia, los músculos se retraen, el esperma se enfría y los ojos, los suyos y los míos, miran con terror todo eso, no se asuste mi amigo. Usted sólo está viejo, quizás hasta en sobrevida, pero no muerto. Téngalo en cuenta: no muerto. Yo tampoco. Vayamos juntos a vivir lo que resta lo mejor posible. ¡Vamos hombre, con fe! No se quede ahí. ¿Viene o no viene? Bueno… no es obligación.

Si no le da el coraje no me siga. Quédese ahí, donde está. Yo al menos, voy a intentarlo.

                                                      

 

 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 

miércoles, 19 de septiembre de 2012


 
 
 
 
 
Cuando hablan los ojos

 

 
  Ernestina no lo podía creer. Iba caminando hacia su casa desde la parada de micros sin poder sacarse de la cabeza la mirada de la jovencita que desde la ventanilla del colectivo y se había cruzado con su propia mirada. No podía ser cierto. Era como si el tiempo hubiese retrocedido treinta años. Recordaba escenas similares  de aquella época donde muchísimas veces había acompañado hasta la misma parada a Daniela. Entró a su casa conmocionada y se dirigió al dormitorio donde sobre la cajonera estaba una de las últimas fotos de su hija. Volvió a sorprenderse. El mismo óvalo, el mismo tamaño de nariz, la misma forma de la boca y especialmente el contorno de los ojos, un tanto achinados pero llenos de vida. Miró el reloj con ansiedad: eran las once y cuarto de la mañana. El resto del día fue como una larga pesadilla donde imágenes confusas se cruzaban entre sí produciéndole todo tipo de emociones.

Al otro día estuvo media hora antes como clavada en el lugar exacto en que había estado el día anterior. A las once y cuarto exactamente volvió a parar el micro en el mismo punto. Ella estaba allí. Las miradas de ambas se entrecruzaron y Ernestina la observó atentamente, sin disimulos, y un nuevo estremecimiento recorrió todo su cuerpo. A diferencia del día anterior esta vez la joven también posó su vista sobre ella. Había inquietud en sus ojos y un claro signo de interrogación que la anciana, desde abajo, no alcanzaba a descifrar.

La acción se repetía día a día. El mismo lugar, la misma postura, la misma mirada de súplica en ambas mujeres. Había comenzado a establecerse entre ellas un lenguaje secreto que cada una creía interpretar claramente a su manera, y respuestas inmediatas que seguían el mismo curso. Sólo hablaban con los ojos.

-¿Me conocés?

-Seguro. Sos igual a mi hija.

-¿De dónde me conoces?

-De mis propias entrañas.

-Adiós. Mañana nos vemos.

El colectivo volvía a arrancar y el rito volvía a repetirse día a día.

-¿Quién sos?

-Tu abuela. No tengo dudas. Hace mucho que te busco. Toda una vida. Toda una vida de marchas y protestas buscándote. A vos y a tu mamá.

Largo tiempo repitieron la misma ceremonia. Un día Ernestina optó por cambiar parte del ritual. Tomó el retrato, el que siempre observaba tanto, y se dirigió al mismo punto. Era una jugada arriesgada y le costó mucho implementarla, pero lo hizo. Cuando la jovencita posó su visita sobre ella, ésta le mostró la fotografía cargada de emoción.

Un extraño fulgor partió de sus ojos. Se la notaba sorprendida y confundida. En pocos segundos el micro volvió a arrancar y la anciana bajó la foto. Un arrebato de emoción la poseyó por completo. Sentía que la situación sobrepasaba su entereza y que su espíritu flaqueaba hasta convertirla en un guiñapo. Toda la fortaleza que se había demostrado a sí misma durante años de lucha se derrumbó en un instante cuando la más intensa conmoción se apoderó de ella.

Se dirigió hacia su casa totalmente exhausta y se abrazó a la fotografía en medio de un llanto compulsivo. Apenas percibió que una mano tocaba su hombro. Cuando se dio vuelta vio a la joven tan sumida en llanto como ella, que pedía a gritos un abrazo de su abuela. No se habían dicho una sola palabra. Sólo habían hablado las miradas.
EL REENCUENTRO





El hombrecito del semáforo se puso verde una vez más, y yo seguía clavado en el mismo lugar, sin decidirme a cruzar la calle. La gente pasaba apurada a mi lado, con la tensión que siempre generan las grandes ciudades, donde todo el mundo se atropella tratando de ganar tiempo para llegar quién sabe adónde. El único que parecía no mostrar apuro era yo, aunque en realidad el motivo de mi pasividad era otro: estaba por encontrarme con Karina, y ese solo hecho era suficiente razón para motorizarme o paralizarme por completo. Sólo había que cruzar la calle y llegar así al soñado reencuentro. Estaba intranquilo y lleno de miedo. Era mucho lo que estaba poniendo en juego. Mi vida. Mi futuro. Mi felicidad. Todo eso, y quizás mucho más, ahí nomás, cruzando la calle. Hacía más de quince años que esperaba ansioso este reencuentro y ya mi natural fatalismo me había quitado las esperanzas de volver a verla. Pero se dio el milagro. “Te espero en el bar de siempre, a media mañana. Vení ni bien puedas. Te voy a estar esperando”. Mi corazón latía aceleradamente rememorando momentos inolvidables con ella. Eramos dos chiquilines de la misma edad cuando nos conocimos y habíamos congeniado desde el primer minuto, aunque había diferencias siderales entre ambos. Yo era un mocoso de quince años, corto, irresoluto. Ella, en cambio, era una mujer de quince años, llena de vida, cargada de anhelos, resuelta, explosiva. Se comía la vida a dentelladas. Día a día me sorprendía con un proyecto nuevo. Quería patinar, ser trapecista, paracaidista, correr autos, escalar montañas. Siempre con matices peligrosos. Siempre al borde de la cornisa. “Vamos, Luigi. En la vida hay que animarse a todo, si no lo hacés te lo perdés.” Y yo sufría a su lado frenándola. “Vamos, Luigi. La vida es corta. Hagámoslo ya.” Y lo hicimos. A instancias de ella. Yo era demasiado apocado para proponérselo. Ella lo propuso, ella lo manejó, ella me introdujo en ella. Creo que arañamos la felicidad por un corto tiempo. Pero duró poco. Un día se fue siguiendo sus proyectos alocados, al sur, “donde la vida es mucho más entretenida” y sobrevino la inevitable ruptura. Nuestras vidas iban por carriles muy diferentes. Yo quería tierra firme y seguridad. Ella volaba a mil por hora. No nos vimos más. Desde ese mismo día comencé a tratar de olvidarla sin demasiado éxito. Todo lo vivido con ella había sido muy fuerte para mí. “No faltes. Te espero ansiosa. Tengo mucho que contarte.” “Por supuesto que voy a ir.” Y aquí estoy. Dejando pasar hombrecitos verdes para darme coraje y hacerle frente a la tromba de mis sueños. ¿Estaré haciendo bien? Me decido y comienzo a cruzar. Voy contando las bandas blancas del paso peatonal. Catorce, quince, dieciséis, hasta arribar a la última. “Vamos, mi amor. En la vida hay que animarse a dar un paso más, aunque sea peligroso.” Subo la vereda, observo los ventanales del bar y en uno de ellos la veo. La emoción me trastorna, pero tengo miedo, muchísimo miedo de que todo vuelva a ser como antes. “Vení con tiempo. Pasaron tantos años, espero que no te decepciones demasiado.” La puerta molinete me arroja al interior del bar. Busco su mesa contra el ventanal de la calle y la encuentro al instante. Me acerco tembloroso al principio, consternado después.
Ella baja la mirada mientras acomoda su pollera en la silla de ruedas. Me siento frente a ella y le tomo las manos. No digo nada. Veo asomar lágrimas a sus ojos. La vida le cobró un precio muy alto.
Los recuerdos se arremolinan una vez más en mi mente y las dudas me atormentan. ¿Podremos reemprender algo juntos? Creo que no. Somos muy distintos. Yo apenas logré cruzar la calle.
Ella, en cambio, está de vuelta de todo en la vida.