miércoles, 19 de septiembre de 2012


 
 
 
 
 
Cuando hablan los ojos

 

 
  Ernestina no lo podía creer. Iba caminando hacia su casa desde la parada de micros sin poder sacarse de la cabeza la mirada de la jovencita que desde la ventanilla del colectivo y se había cruzado con su propia mirada. No podía ser cierto. Era como si el tiempo hubiese retrocedido treinta años. Recordaba escenas similares  de aquella época donde muchísimas veces había acompañado hasta la misma parada a Daniela. Entró a su casa conmocionada y se dirigió al dormitorio donde sobre la cajonera estaba una de las últimas fotos de su hija. Volvió a sorprenderse. El mismo óvalo, el mismo tamaño de nariz, la misma forma de la boca y especialmente el contorno de los ojos, un tanto achinados pero llenos de vida. Miró el reloj con ansiedad: eran las once y cuarto de la mañana. El resto del día fue como una larga pesadilla donde imágenes confusas se cruzaban entre sí produciéndole todo tipo de emociones.

Al otro día estuvo media hora antes como clavada en el lugar exacto en que había estado el día anterior. A las once y cuarto exactamente volvió a parar el micro en el mismo punto. Ella estaba allí. Las miradas de ambas se entrecruzaron y Ernestina la observó atentamente, sin disimulos, y un nuevo estremecimiento recorrió todo su cuerpo. A diferencia del día anterior esta vez la joven también posó su vista sobre ella. Había inquietud en sus ojos y un claro signo de interrogación que la anciana, desde abajo, no alcanzaba a descifrar.

La acción se repetía día a día. El mismo lugar, la misma postura, la misma mirada de súplica en ambas mujeres. Había comenzado a establecerse entre ellas un lenguaje secreto que cada una creía interpretar claramente a su manera, y respuestas inmediatas que seguían el mismo curso. Sólo hablaban con los ojos.

-¿Me conocés?

-Seguro. Sos igual a mi hija.

-¿De dónde me conoces?

-De mis propias entrañas.

-Adiós. Mañana nos vemos.

El colectivo volvía a arrancar y el rito volvía a repetirse día a día.

-¿Quién sos?

-Tu abuela. No tengo dudas. Hace mucho que te busco. Toda una vida. Toda una vida de marchas y protestas buscándote. A vos y a tu mamá.

Largo tiempo repitieron la misma ceremonia. Un día Ernestina optó por cambiar parte del ritual. Tomó el retrato, el que siempre observaba tanto, y se dirigió al mismo punto. Era una jugada arriesgada y le costó mucho implementarla, pero lo hizo. Cuando la jovencita posó su visita sobre ella, ésta le mostró la fotografía cargada de emoción.

Un extraño fulgor partió de sus ojos. Se la notaba sorprendida y confundida. En pocos segundos el micro volvió a arrancar y la anciana bajó la foto. Un arrebato de emoción la poseyó por completo. Sentía que la situación sobrepasaba su entereza y que su espíritu flaqueaba hasta convertirla en un guiñapo. Toda la fortaleza que se había demostrado a sí misma durante años de lucha se derrumbó en un instante cuando la más intensa conmoción se apoderó de ella.

Se dirigió hacia su casa totalmente exhausta y se abrazó a la fotografía en medio de un llanto compulsivo. Apenas percibió que una mano tocaba su hombro. Cuando se dio vuelta vio a la joven tan sumida en llanto como ella, que pedía a gritos un abrazo de su abuela. No se habían dicho una sola palabra. Sólo habían hablado las miradas.

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