domingo, 10 de enero de 2010

LUXIRIA


Luxiria observa el reloj y comienza a planear el ritual diario de las 23 hs. Prende la luz del baño y comienza a desvestirse con parsimonia, dándole a cada movimiento un toque sutil de sensualidad. Ordena una a una las prendas que se va sacando acomodándolas sobre una repisa o colgándolas con arte en un coqueto perchero. Todo lo hace sin apuro, con lentitud, dándose a sí misma el tiempo que hiciera falta para gozar a pleno el efecto que el agua tibia hará sobre su piel. Cuando sólo queda vistiendo bombacha y corpiño apaga las luces del cuarto de baño dejando sólo la del antebaño, produciendo un efecto lumínico difuso de fondo. Después se dirige al ventanal que da al edificio de enfrente y observa ansiosa a un punto específico del mismo. Todo está a oscuras. Cuando capta el resplandor de la lente dirigida hacia su cuarto sonríe satisfecha. Hoy también tendrá público. Cierra las varillas de la cortina calculando con meticulosidad el tiempo de expectación anhelante de su admirador y sigue con el hábito diario. Termina de desnudarse y deja como única iluminación un velador que apenas propaga claridad sobre el ambiente. Por último, vuelve a subir las varillas de la cortina y comprueba que su vecino sigue firme en su lugar. Su cara trasunta el deleite que la situación le provoca. Camina hasta la ducha analizando cada acción. No es lo mismo -piensa- un andar desgarbado que una entrada cadenciosa bajo el agua, calculando cada movimiento y dando a su paso un aire de diosa pagana, que seguramente aumentaría las expectativas de su observador. Abre el agua, constata su temperatura y con movimiento felino ingresa a la ducha mojando su pelo primero y por fin el resto su cuerpo. Lo hace de espaldas al ventanal, imaginando la avidez de los ojos de su incondicional voyeur. Llena de espuma su pelo y su cuerpo y comienza a deslizar sus manos hacia arriba y hacia abajo dejando que el agua vaya arrastrando de a poco el jabón. Gira sobre sí misma y ya de cara al ventanal comienza a desarrollar la última escena. Primero acaricia sus pechos deteniéndose especialmente en los pezones hasta sentirlos firmes y salientes. Después, poco a poco, va bajando las manos hasta las partes más anhelantes y calientes de su cuerpo. Llena sus dedos de espuma y lentamente al principio, con mayor fuerza luego, y con movimientos delirantes finalmente, descarga la tensión acumulada en medio de gritos de infinito placer, que sólo ella puede mensurar y que la trasportan al mejor de los mundos. Cierra el agua, toma el toallón, y comienza a secarse. Vuelve a mirar el reloj. Ha pasado apenas media hora.

Apaga el velador y permanece totalmente a oscuras observando entre las varillas de la cortina. Poco después se pierde el resplandor de enfrente. Luxiria vuelve a sonreír con agrado. Toma el largavistas y ve con satisfacción que su vecino acaba de amortiguar las luces del baño y abre las varillas de la cortina de su ventana dispuesto a bañarse.

viernes, 8 de enero de 2010

UN DÍA CUALQUIERA (Para Sofi)


Un día cualquiera; no sé de qué mes, no sé de qué año, ¿qué importancia tiene? despertarás bien temprano, como siempre, y estirarás tu brazo en la cama buscándome, pero no me encontrarás. Concientizarás lenta, muy lentamente, a medida que despiertes, que ya nunca más, por los tiempos de los tiempos, me tendrás a tu lado. Te levantarás despacio, como todos los días, buscando una vez más una explicación a lo inexplicable y, cargada de pesadumbre, iniciarás un nuevo día. Notarás mi ausencia en cada rincón de la casa: en el cajón del placard ya vacío, en las perchas encimadas sin ropa, en el cepillo de dientes único en el baño, en el toallero sin toallón. Deambularás por la casa viéndome en todos lados. Estaré en la cama acostándome tempranero, en el sillón del living mirando televisión, o leyendo el diario en el jardín debajo de mi árbol favorito. Llegarás a la cocina esquivándome a cada paso y te sentarás en el lugar de siempre, de cara a la ventana, dispuesta a tomar el desayuno que tantas veces compartimos y me verás a tu lado dispuesto a saborear una vez más con vos un café caliente. Hasta podrías servírmelo esperando un milagro que indefectiblemente resultaría inútil. Así, cargada de angustia y con el alma embotada de dolor, ese día cualquiera del futuro, que nadie sabe cuánto tiene de futuro, arribarás a la única conclusión posible: alejarás de un manotazo todos los fantasmas y harás con ello un envoltorio pequeño, muy pequeño, que mandarás al rincón más recóndito de tu corazón, donde se quedarán a vivir para siempre a partir de ese mismo día, un día cualquiera, no sé de qué mes, no sé de qué año, en que deberás comenzar a transitar sola un nuevo camino, sin mí y sin mis fantasmas.

jueves, 7 de enero de 2010

PROMESAS QUEBRADAS


-Setenta y cinco centavos. Es todo lo que tengo. Te los dejo sobre la mesa.

-Se acabó la garrafa. Nos vamos a morir de frío. ¿Qué puedo comprar con eso?

Román tomó su pasamontañas negro, del mismo color que toda su ropa y quedó listo para integrarse al piquete que esta vez era a pocas cuadras de su casa.

Dio una última mirada al cuarto con impotencia. Allí dejaba todos los días lo que más amaba en el mundo: Rina, de la que seguía perdidamente enamorado, y Abel, su hijo de pocos meses de edad, que dejó llorando con furor en su cuna, sellando a su manera el mal momento por el que estaban pasando.

Hacía mucho tiempo que Román buscaba trabajo sin resultado. Su pasado reciente de ex convicto no le facilitaba las cosas, por lo que sólo rara vez podía conseguir alguna changa que le permitía vivir con dignidad, aunque fuera por algunos días. Le había jurado a Rina que nunca más iría a la cárcel, que haría esfuerzos sobrehumanos por sobrevivir sin caer en el delito y ya había pasado más de un año lográndolo a duras penas.

Pensó en el piquete y sus compañeros, a los que poco a poco fue incorporando como verdaderos amigos. Hablaría con ellos. Necesitaba dinero para el gas para que su hijo no muriera de frío, para el alquiler de la habitación, con el que estaba atrasado y amenazaban echarlo, y para poder mirar a Rina a los ojos sin sentir la vergüenza de considerarse un inútil. No tuvo suerte. Hubo algunos excesos y al caer la tarde la policía los dispersó.

Román emprendió el regreso mascullando bronca y en medio de su furia tomó por el atajo menos conveniente: se calzó el pasamontañas, rompió un vidrio, entró a una casa, golpeó a sus ocupantes, gritó, amenazó, tomó el dinero que había y se alejó en medio de la noche hacia su casa. Imaginaba el reencuentro con Rina. “Traje dinero. Voy a comprar gas y comida. Ya vuelvo”, y el reproche: “Román, me habías prometido…”

-Setenta y cinco centavos. Es todo lo que tengo. Te los dejo sobre la mesa.

-Se acabó la garrafa. Nos vamos a morir de frío. ¿Qué puedo comprar con eso?

Rina repetía para sí misma la conversación reciente con Román cargada de pena.

Abrigó a su hijo con todo lo que tenía a mano. El frío era intenso y la habitación, de paredes altas y húmedas, parecía acrecentarlo aún más.

Pensó en Román, el único hombre que le había dado sentido a su vida. Lo había conocido en un burdel y al rato se estaban revolcando juntos en una cama, pero aunque al principio era sólo un cliente más, Rina sintió algo nuevo, algo distinto, aquello que estaba casi vedado para chicas de su condición. Lo esperaba con ansiedad día a día con la íntima esperanza de llegar a compartir juntos algo por lo que valiera la pena vivir.

No mucho tiempo después juntaron sus miserias en una misma habitación y por momentos llegó a sentir que era feliz junto a Román.

“Nunca más la calle, mi amor, te lo prometo”. Las palabras resonaban en sus oídos, pero ya no quedaba solución.

Busca su blusa más apretada, su falda más corta y marcha desconsolada hacia su viejo destino. No tarda demasiado en subir a un auto y entrar un hotel. La imagen de Román la ronda y la llena de culpa, pero ya no hay retroceso posible. Cierra los ojos, abre las piernas, penetran su cuerpo, destrozan su alma.

-“Traje dinero. Voy a comprar gas y comida. Ya vuelvo”
. -Ya compré yo, Román. Abrazame fuerte, por favor.

Cae la noche. En medio de la habitación, ahora calentita, Rina y Román comparten una comida humeante sumidos en un profundo mutismo. Ya no sienten frío, ya no sienten hambre, pero un hondo pesar los embarga.

domingo, 3 de enero de 2010

CHACARITA IDA Y VUELTA


Las luces se aproximan, tenues al principio, brillantes luego, fulgurantes, por fin. Genaro acciona con destreza la palanca del freno y el tren se va deteniendo lenta, mansamente, a pocos metros de los enormes frenos neumáticos que por enésima vez le indican el final del viaje. “Muy bien, Chuku-chuku, así se hace”. Genaro acaricia sus palancas como si el tren tuviera vida y registrara sus expresiones de cariño. Para él no cabían dudas. Chuku-chuku era único. No sólo por la suavidad del nácar de sus palancas, sino también por la reacción exacta ante cada uno de sus deseos. “Más rápido Chuku … muy bien, Chuku… ahora frená… ¡Bravo, Chuku!¨.

Llegamos a Chacarita. Una vez más, piensa, y van… Odia su trabajo. Sólo el vuelo de los murciélagos huyendo despavoridos a su paso lo acompaña en su noche eterna. Quiere ver el sol. Quiere aire fresco. Quiere sentir la lluvia sobre el vidrio, observar el vuelo de los pájaros, tener un techo de estrellas por la noche. No tolera más su sensación de ahogo. Las bocanadas de oxígeno en las paradas de la estación son como bálsamo a tanta sofocación. Chacarita, ida y vuelta. Otra vez. Chacarita, ida y vuelta .

Llegamos. Ahora, a invertir cabina y volver en una hora al mismo lugar donde lo esperan amenazantes, una vez más, los dos gigantes de acero, inmensos, dominantes, dueños absolutos del lugar, ejerciendo con total impunidad su potestad sobre cualquier vocación de libertad que asomara en los trenes, o en quienes los conducen, poniendo límites tangibles, firmes, evidentes, indiscutibles. Hasta aquí llegamos. ¡Prohibido seguir! ¡Prohibido salir!

Genaro hace el recorrido inverso, última hora del día. Acciona palancas y va. Chuku-chuku responde con total sumisión. ¨Estación, Chuku. Tomemos aire, Chuku, adelante, Chuku¨.

La monotonía del sonido lo agota. No puede más. Lo asalta una idea que se fija en su mente. ¿Por qué no? “Hagámoslo juntos, Chuku”. Imagina el diario del día siguiente. “Tren subterráneo vence la resistencia de frenos neumáticos y aflora a la superficie¨, y sigue la noticia: ¨Toma por avenida Forest y sube a las vías de ferrocarril San Martín alejándose con destino desconocido”. “¡Qué hermoso, Chuku! ¡Los dos juntos, a pleno sol! Vamos, trencito, que vos podés. Adelante, Chuku-Chuku ¡Liberémonos! Ochenta, Chuku, noventa, Chuku, cien, ciento diez. Sos más rápido de lo que había imaginado nunca. Vamos, trencito. Chacarita a la vista. Con fe. Con fuerza. Con coraje. A vencer a los monstruos y salir. El mundo es nuestro.

Genaro acciona la palanca al máximo. El sonido es insoportable. ¨Los monstruos acechan. No podrán con nosotros. ¡Al ataque!”

Suenan vidrios y metales. Suena a presión el aire de los frenos neumáticos. Los monstruos fueron más fuertes. Chuku-chuku se arruga. Genaro también. Chacarita, destino final.