jueves, 7 de enero de 2010

PROMESAS QUEBRADAS


-Setenta y cinco centavos. Es todo lo que tengo. Te los dejo sobre la mesa.

-Se acabó la garrafa. Nos vamos a morir de frío. ¿Qué puedo comprar con eso?

Román tomó su pasamontañas negro, del mismo color que toda su ropa y quedó listo para integrarse al piquete que esta vez era a pocas cuadras de su casa.

Dio una última mirada al cuarto con impotencia. Allí dejaba todos los días lo que más amaba en el mundo: Rina, de la que seguía perdidamente enamorado, y Abel, su hijo de pocos meses de edad, que dejó llorando con furor en su cuna, sellando a su manera el mal momento por el que estaban pasando.

Hacía mucho tiempo que Román buscaba trabajo sin resultado. Su pasado reciente de ex convicto no le facilitaba las cosas, por lo que sólo rara vez podía conseguir alguna changa que le permitía vivir con dignidad, aunque fuera por algunos días. Le había jurado a Rina que nunca más iría a la cárcel, que haría esfuerzos sobrehumanos por sobrevivir sin caer en el delito y ya había pasado más de un año lográndolo a duras penas.

Pensó en el piquete y sus compañeros, a los que poco a poco fue incorporando como verdaderos amigos. Hablaría con ellos. Necesitaba dinero para el gas para que su hijo no muriera de frío, para el alquiler de la habitación, con el que estaba atrasado y amenazaban echarlo, y para poder mirar a Rina a los ojos sin sentir la vergüenza de considerarse un inútil. No tuvo suerte. Hubo algunos excesos y al caer la tarde la policía los dispersó.

Román emprendió el regreso mascullando bronca y en medio de su furia tomó por el atajo menos conveniente: se calzó el pasamontañas, rompió un vidrio, entró a una casa, golpeó a sus ocupantes, gritó, amenazó, tomó el dinero que había y se alejó en medio de la noche hacia su casa. Imaginaba el reencuentro con Rina. “Traje dinero. Voy a comprar gas y comida. Ya vuelvo”, y el reproche: “Román, me habías prometido…”

-Setenta y cinco centavos. Es todo lo que tengo. Te los dejo sobre la mesa.

-Se acabó la garrafa. Nos vamos a morir de frío. ¿Qué puedo comprar con eso?

Rina repetía para sí misma la conversación reciente con Román cargada de pena.

Abrigó a su hijo con todo lo que tenía a mano. El frío era intenso y la habitación, de paredes altas y húmedas, parecía acrecentarlo aún más.

Pensó en Román, el único hombre que le había dado sentido a su vida. Lo había conocido en un burdel y al rato se estaban revolcando juntos en una cama, pero aunque al principio era sólo un cliente más, Rina sintió algo nuevo, algo distinto, aquello que estaba casi vedado para chicas de su condición. Lo esperaba con ansiedad día a día con la íntima esperanza de llegar a compartir juntos algo por lo que valiera la pena vivir.

No mucho tiempo después juntaron sus miserias en una misma habitación y por momentos llegó a sentir que era feliz junto a Román.

“Nunca más la calle, mi amor, te lo prometo”. Las palabras resonaban en sus oídos, pero ya no quedaba solución.

Busca su blusa más apretada, su falda más corta y marcha desconsolada hacia su viejo destino. No tarda demasiado en subir a un auto y entrar un hotel. La imagen de Román la ronda y la llena de culpa, pero ya no hay retroceso posible. Cierra los ojos, abre las piernas, penetran su cuerpo, destrozan su alma.

-“Traje dinero. Voy a comprar gas y comida. Ya vuelvo”
. -Ya compré yo, Román. Abrazame fuerte, por favor.

Cae la noche. En medio de la habitación, ahora calentita, Rina y Román comparten una comida humeante sumidos en un profundo mutismo. Ya no sienten frío, ya no sienten hambre, pero un hondo pesar los embarga.

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