lunes, 28 de diciembre de 2009

EL SASTRE


Era una profesión en decadencia, casi en retirada. El hombre era sastre y modisto. Lo habían sido su padre, venido de Italia, y su abuelo, que nunca llegó a conocer estas tierras. Cuando su padre le transmitió todo el arte de la costura, supo que éste sería no sólo su medio de vida, sino una gran pasión por el resto de sus días. No siempre había sido una actividad tan inusual. Cincuenta años atrás, cuando le sobraba tiempo para vivir por delante y agudeza en la vista, eran muchos los hombres que lo consideraban su sastre personal. También eran muchas las mujeres que deseaban tener un vestido de alta costura y que confiaban en él. Pero los años habían pasado demasiado rápido y el hombre los recordaba con tristeza. Cantidad de fotos donde se lo veía a él acompañado por un cliente que sonreía satisfecho con su ropa nueva adornaban las paredes de su sastrería. Algunos artistas famosos del cine y la televisión, todavía incipiente lucían modelos que hoy, a la distancia, se veían casi ridículos. Todas las fotos en blanco y negro eran exactamente del mismo tamaño y con el mismo tipo de marco y rodeaban por completo las cuatro paredes de su local como testigos diarios de su trabajo. Sólo una de ellas, ubicada al lado del antiguo reloj de pared, se destacaba de todas las demás. Era más grande, de enmarcado más moderno y con fondo de color. Era una foto de casamiento. El hombre, hoy le costaba reconocerse, con un traje negro impecable y camisa con moñito. La mujer, joven y hermosa, con un vestido largo del cual afloraban en su parte posterior metros de tul que arrastraba por el piso. Una enorme gargantilla dorada de estrellas entrecruzadas adornaba su cuello realzando aún más su belleza. Para el sastre clavar la vista en esa foto era un ritual obligatorio que ponía en práctica con nostalgia diariamente.

Ese día entró en su taller denotando apuro y se sentó a trabajar sin perder un minuto.

Llevaba atraso en un par de trabajos, en especial un vestido de novia que debía entregar sin falta ese fin de semana. Era cuestión de honor llegar a tiempo y valía la pena hacer todo el esfuerzo posible para lograrlo. Los alfileres entraban y salían de la tela con destreza. Metros de tul se enrollaban alrededor del maniquí en una conjunción maravillosa de habilidad y buen gusto.

-Lo quiero igual al de la foto -le había pedido expresamente la señorita Melo en el momento de encargarlo-, exactamente igual.

-Pero es un modelo un tanto viejo, señorita. Tiene más de cuarenta años. Hoy en día hay cosas más modernas. ¿Le muestro el catálogo?

-¡No! Yo quiero ése mismo.

El hombre no opuso demasiada resistencia. Pensó que el modelo con el que se había casado su mujer, y que él había confeccionado con tanto esmero, sería en alguna medida un tributo a la memoria de su esposa.

Trabajó duramente toda la semana. Pegó, hilvanó y cosió todo varias veces. Despegó, deshilvanó y descosió todo otras tantas veces hasta cumplir con el objetivo. El viernes al mediodía sacó el último hilito que quedaba colgando de la prenda y sonrió satisfecho.

Su mirada saltaba alternativamente del maniquí a la foto y de ésta nuevamente al maniquí. Lo había logrado. El parecido era asombroso. Le fue imposible evitar un cosquilleo especial viendo su obra terminada. La emoción lo invadió. Se sintió retrocediendo varias décadas y bailando el vals en su casamiento mientras la gente formaba una ronda a su alrededor dando alaridos de alegría. Cuando pudo recomponerse se dirigió a su escritorio y sacó de uno de los cajones un estuche de terciopelo que acarició con ternura. Luego lo abrió y extrajo de él una gargantilla de estrellas entrecruzadas con el que rodeo el cuello del maniquí.

-¿Bailamos?

Tomó a su mujer por la cintura y comenzó a girar con ella al compás del vals de los novios. El hombre reía feliz. Su mujer lo acompañaba con igual expresión de dicha. No pararon de bailar cuanta pieza musical sonara en el tocadiscos. La gente batía palmas a su alrededor y alababa la belleza de la novia. El hombre explotaba de orgullo.

Cuando extenuado soltó el maniquí y se sentó en una silla para tomar resuello sus lágrimas caían a raudales. Después, cargado de dudas, tomó el teléfono y discó un número despaciosamente. Cortó antes de que lo atendieran. Le costaba dominar sus emociones y trataba de analizar con frialdad los pasos a dar. Volvió a discar finalmente, y ya con total resolución se dirigió a su interlocutora con voz firme.

-Hola señorita Melo. No puedo entregarle el vestido. Perdóneme. Búsquese otro sastre.

domingo, 27 de diciembre de 2009

NOCHES DE RONDA

Ramón observaba a Elsa, su mujer, y no pudo evitar que un escalofrío recorriera su espalda. Conocía el proceso. Cuando ella comenzaba sus caminatas nocturnas alrededor de los cajones embalados que dormían su sueño eterno en la habitación que había sido de Facundo, sabía que los acontecimientos comenzarían a precipitarse. Ya le había pasado varias veces, siempre siguiendo la misma secuencia. En primer lugar varias noches de ronda de Elsa observando los cajones desde todos los costados, tocándolos y acariciándolos como si fueran delicadas reliquias. Después el proceso agrandándose noche a noche. Comienza a sumirse en profunda tristeza, y a alejarse de la realidad lentamente, desconociendo incluso a quienes la rodean habitualmente. El paso siguiente, el más temido por Ramón, comienza con el canturreo. Elsa se abraza a los cajones y entona un canto suave, indescifrable, cargado de tristeza, que suena a amarga letanía. A partir de allí ya no quiere moverse del lugar y su cantar elegíaco se agudiza hasta lograr un estado de evasión total.
A medida que pasan los días la figura de Elsa se va deteriorando de a poco hasta llegar a adquirir perfiles demoníacos. Ramón sabe que llegado a ese punto no le queda ninguna otra alternativa que internarla y confiarla a los médicos. Así había pasado en varias oportunidades y Ramón ya no dudaba que así volvería a ser también en esta ocasión. Pero esta vez él no estaba preparado para tolerarlo. Su sentimiento de culpa se acrecentaba cada vez que su mujer pasaba por ese martirio y estaba convencido de que debería hallar una fórmula para cortar el proceso de cuajo. Sabía que el origen de todos sus males era el accidente en que se había visto envuelto muchos años atrás con Elsa y Facundo. Los tres viajando felices sin rumbo fijo y haciendo planes para una vida mejor en Europa. Tenían todo arreglado hasta en sus más mínimos detalles. El haría punta y después seguirían Elsa y Facundo. Estaba casi todo listo y la mayor de las alegrías los acompañaba ante la inminencia del acontecimiento, hasta que se cruzó el maldito camión. Y en un par de segundos la vida cambió radicalmente. Después vino lo peor. Facundo no pudo sobrevivir y Elsa comenzó a evadirse de la realidad cada vez que su entereza flaqueaba.
Habían pasado varios días desde que Elsa comenzara con su ronda inicial y ya empezaba una vez más a abrazarse a los cajones con su cantar lastimero. Ramón desesperaba día a día y no aguantaba más. Entonces tomó la decisión. Fue al cuarto de las herramientas, se armó de un hacha y con entera determinación comenzó a destrozar los cajones, todos a la vez y sin tregua, dando por sentado que una vez que éstos hubieran sido reducidos a cenizas desaparecería la raíz del conflicto y Elsa volvería a ser la que fue: la mujer más bondadosa del mundo. Su esfuerzo fue tremendo. Golpeaba y golpeaba sin cesar destruyendo las tablas una a una mientras gritaba rabioso para darse coraje. Después cayó extenuado soltando el hacha y recostándose sobre el mar de astillas que su furia había producido. Estaba agotado, tan agotado que casi no alcanzó a percibir el golpe que prácticamente lo quebró en dos cuando Elsa con todas las fuerzas que poseía bajó el hacha sobre su cabeza mientras gritaba alocadamente.





viernes, 25 de diciembre de 2009

ENSAYO GEOMÉTRICO 3-2-1-2-3



3- (El y Ella)
Mesa de bar. Hombre y mujer. Dos mesas distintas. A varios metros. El la mira. Ella está absorta. En su mundo. El mira nuevamente. No nota respuesta. Prende un cigarrillo. Observa las volutas. Vuelve a mirar. La ve bonita. Le gusta mucho. Un óvalo perfecto. Pelo rubio rizado. Labios muy rojos. Una silueta formidable. Es realmente atractiva.
Sólo necesita encararla. Hablar con ella. Darse a conocer. Saber quién es. Puede estar comprometida. Puede estar esperando. Puede estar enamorada. Vuelve a mirarla. Luego le sonríe. Le hace señas. Guiña un ojo. Esboza un beso. Todo es inútil.
Ella está inquieta. Mira su reloj. Toma su vaso. Bebe con rapidez. Luego se levanta. Comienza a caminar.
El se desespera. Necesita conocerla ya. Saber su nombre. No dejarla ir.
Ella no registra. Sigue lo suyo. Arregla su ropa. Calza anteojos negros. Toma bastón blanco. Da unos pasos. Lo hace decididamente. El bastón repiquetea. Golpea las paredes. Golpea las sillas. Golpea la puerta.Y se aleja.

2 (Ella – El)
Ella camina. El atrás. A metros. La sigue. Caminan mucho. Varias cuadras. Ella adelante. El atrás. Ella decidida. El confundido.
¿Quién es? ¿Adónde va? ¿Cómo acercarse? ¿Qué decirle?
Se detienen. Ella primero. Luego él. Ella vacila. El espera. Está nerviosa. Algo pasa. Aguza oídos. Presta atención. Gira lentamente. Mirada fija. Labios sonrientes. Postura expectante.
¿Me seguís? Así es. ¿Por qué? No sé. ¿Quién sos? Soy Juan. Yo Micaela. Lindo nombre. ¿Te parece? Sí, claro.
¿Dónde vivís? Acá cerca. Te acompaño. Como quieras.
Caminan juntos. Bastante lento. Midiendo pasos. Ella primero. Él después. Se acercan. Van juntos. Ambos hablan. Cuentan cosas. Vidas comunes. Vidas tristes. Ella ciega. El melancólico. Sin amor.
Siguen caminando. Lento, lento. Estirando tiempos. Manos juntas. Muy juntas.
Ya llegamos ¿Tu casa? Así es. Quiero entrar. Estás loco. ¿Por qué? Es imposible. Que sí. Que no. Pues pasa. Muchas gracias. Un ratito. Está bien. Pues entremos.

1 (Ambos)

Pasan. Puerta. Pasillo. Caminan. Hablan. Ríen. Murmuran. Juegan. Riñen.
Puerta. Entro. No. Sí. No. Sí. Quizás. Bueno. Entrá. Vamos. ¿Sola? Sí. ¿Siempre? Sí. Entremos.
Monoambiente. Mesa. Sillas. Biblioteca. Televisor. Cama. Cama. Cama. Cama.
Cerca. Pegados. Manos. Una. Dos. Una. Dos. Tres. Cuatro. Besos. Uno. Dos. Muchos.
Ropa. Él. Polera. Pantalón. Etcétera.
Ropa. Ella. Remera. Pollera. Etcétera.
Temperatura. Amor. Arriba. Abajo. Ahora. Juntos. Sudor. Ya.
Felatio. Humedad. Cunnilingus. Explosión.
Ya. Final.
Cansados. Agotados. Exhaustos.
Andate. No. Sí. Andate. ¿Seguro? Seguro. Vuelvo. No. Sí. Jamás.

2 (Ella – ÉL)

Te vas. Me quedo ¿Por qué? Me gustás. Vos también. ¿Y entonces? Es suficiente. ¿Por qué? Porque sí. No quiero. Yo sí. Te amo. No mientas. Quiero verte. Nunca más. No entiendo. Es ley. ¿Una vez? Una vez. Quiero comprender. Es así. Es cruel. Muy cierto. Quiero volver. No, nunca. ¿Nunca jamás? Nunca más.

3) (Ella y El)
Me estoy yendo. Que tengas suerte. Ojalá vos también. Tengo suerte. Sigo sin entender ¿Para qué entender? Quiero verte nuevamente. No lo intentes. No puedo creerlo. ¿De qué hablás? Esto fue bueno. Fue realmente bueno. Sos una hermosura. Vos también. Vos no sabés. Sí que sé. Vos no ves. Sí que veo. No te creo. Quiero que creas. Ojos del alma. No, ojos verdaderos.
Fuera los lentes, fuera el bastón. No los necesito. No puedo creerlo. Se hizo tarde. Son las ocho. Ya llega él. Esto es peligroso. Viene mi marido. Es muy celoso. Te puede matar.
¡No vuelvas jamás!






jueves, 24 de diciembre de 2009

LA PUERTA












Llovía intensamente. El frío de enero penetraba en su cuerpo, produciéndole una horrible sensación de impotencia. Estaba agotada. Su instinto la guiaba en una búsqueda que parecía absolutamente inútil, pero pensaba que era la única posibilidad de escapar con vida. Sabía que estaba en una zona de exclusión, donde ninguna persona de cualquiera de los dos bandos podía circular, salvo que perteneciera a las Naciones Unidas o tuviera un permiso especial. No era el caso de Helga. Cuando la terrible explosión destruyó su casa sólo atinó a escapar sin rumbo fijo. Ella y su hijo, un bebé de pocos meses. Corrió los primeros metros sumida en la más terrible de las desesperaciones. No se animaba a tocar su cuerpo, dolorido en varias partes, ni el de su hijo, por miedo a enterarse de que estuvieran heridos. Corrió alocadamente, nunca sabría qué distancia ni cuánto tiempo.
Cuando comenzó a llover maldijo su mala suerte, en principio, pero recapacitó luego y lo vivió como maná venido del cielo para ayudarla a escapar en medio de la tormenta.
Sentía el llanto de su bebé, al que sabía hambriento y desatendido, pero nada podía hacer por él. Sólo correr y correr en procura de un refugio milagroso que los protegiera de los enemigos y del triste destino que ella presentía para ambos y del que le sería muy difícil salvarse. Cuando alcanzó a vislumbrar una luz tenue en una construcción que casi se llevó por delante comenzó a creer, quizás por primera vez en su vida, que Dios se había apiadado de ella.
No titubeó en entrar en a la casa, casi sin tomar precauciones, y sintió una tibieza incomparable que recorrió su cuerpo de punta a punta y que la llenó de satisfacción.
No había nadie. Alguien la habitaba, no había dudas, porque el resplandor de la estufa de leños todavía no consumidos así lo daba a entender. Se sentó pegadita a la estufa tratando de acaparar el calor al máximo y comenzó a amamantar a su hijo que se prendió a su pecho con voracidad.
La única luz que había en la casa era la que producían las llamas. Comenzó a sopesar sus posibilidades de salvación y arribó a la cuenta final de que no eran demasiadas. Ese lugar podía ser adicto o enemigo. Ella no lo sabía. Tampoco sabía si le convenía escapar y en caso de hacerlo, en qué dirección.
Sus fuerzas flaqueaban minuto a minuto. Rogó con toda su alma por ella y por el bebé, que era lo único que aún conservaba en la vida. Allí estaba bien. El calor iba secando sus ropas y su hijo, ya bien alimentado, había caído en un sueño profundo.
En ese momento se prendió una luz en la pieza vecina. Su corazón se paralizó de miedo. No atinó a moverse. Sintió el andar ruidoso de un par de botas, que supuso serían de algún militar y se hizo un ovillo cubriendo con su cuerpo a su bebé mientras se santiguaba reiteradamente. Los pasos seguían acercándose. Helga temblaba. Temblaba y lloraba en silencio. Los pasos se oían cada vez más cercanos. Cada vez más y más. Sintió una mano posándose en la puerta y el giro del pestillo de la cerradura. Después… muy lentamente… la puerta se abrió…

miércoles, 23 de diciembre de 2009

Ilusiones Tempranas






Hay personas que por su especial significación no se olvidan nunca en la vida. Irma, mi maestra de cuarto grado, es una de ellas. Me enamoré perdidamente de ella el mismo día que la conocí. Creo que hoy me resultaría muy difícil, a la distancia, saber qué es lo que más me había impresionado. Supongo que el fogonazo que su sola presencia produjo en mí siendo tan jovencito, apenas un niño, debía responder a múltiples causas. En primer lugar era joven, bonita y muy simpática. Su voz, un tanto grave y profunda, le daba un plus de seducción que no pasaba inadvertido para nadie. Mis compañeros de clase también estaban conmovidos con ella, pero en nadie había producido un impacto semejante al mío, que rondaba lo enfermizo. Su imagen me acompañaba en cada minuto de mi vida. En mi imaginación era sólo mía. Soñaba con ella. Estaba presente en cada una de mis fantasías oníricas. Recuerdo una imagen de ella junto al mar, caminando en la playa sobre la rompiente de las olas, y agitando al viento su chalina violeta, que tan bien combinaba con sus ojos claros. Me despertaba malhumorado, con una inmanejable sensación de frustración, con la que cargaba a diario sin una solución posible. En el fondo de mi mente atormentada yo sabía que era un amor imposible y que nunca podría ser correspondido, pero cargaba la pesada cruz no sólo con resignación sino con cierto toque masoquista, como si el dolor de lo imposible se amalgamara con el goce de sentirlo. Cuando sonaba la campana del final del día Irma se paraba en la puerta del aula y nos despedía a cada uno con un beso. Yo me sentía desfallecer cada día con el solo contacto de sus labios en mi mejilla, y hasta en mi interior sufría por el reparto a mansalva de besos que yo quería sólo para mí. Vivía al borde de la locura.
Un día, al comienzo de la primavera, organizamos un partido de fútbol con el cuarto grado mañanero y la invitamos para que viniera a alentarnos. Recuerdo que accedió al instante. Yo estaba entusiasmado con la sola idea de lucirme ante ella y pedí jugar al arco, para lo que creía tener ciertas condiciones. Era un domingo soleado, hermoso, y la canchita del barrio estaba rodeada de parientes y amigos de los que allí estábamos enfrentados. Me calcé la gorra y me ubiqué entre los tres palos buscándola desesperadamente con la mirada. Su chalina violeta me ayudó a encontrarla. Le hice un gesto con la mano y ella me respondió de igual manera. Yo estaba exultante. Nunca había atajado tan bien. Un gol tempranero de mi compañero de banco nos permitía ir ganando por la diferencia mínima y dependía mucho de mí mantener el resultado. Lo veníamos logrando sin mayores sobresaltos hasta que pocos minutos antes del final el árbitro, el portero de la escuela, sancionó un penal en contra nuestra. Me sentía morir. Justo cuando estábamos arañando el triunfo. El mejor de los oponentes estaba frente a la pelota dispuesto a fusilarme. Antes de que tomara carrera una ráfaga violeta proveniente de la chalina de Irma me inspiró. ¡Esa pelota no tenía que entrar! ¡Y no entró! Todavía me pregunto cómo logré desviar semejante cañonazo. Lo cierto es que a los pocos minutos mis compañeros me alzaban en andas y me paseaban en una especie de vuelta olímpica atribuyéndome gran parte del éxito logrado. Irma aplaudía entusiasmada y al verme pasar cerca me arrojaba besos al aire. Yo tocaba el cielo con las manos. Cuando mis compañeros me bajaron corrí a su encuentro dispuesto a saborear un momento inigualable junto a ella. Fue allí que los vi. No estaba sola. La acompañaba un señor que la estaba tomando del hombro y un chiquilín de pocos años que tironeaba de su pollera para que lo alzara. Quedé totalmente paralizado y sin saber cómo actuar. Reaccioné finalmente dando media vuelta y alejándome en dirección contraria. Mi tristeza no tenía límites. Estaba totalmente destruido. Sentía que mi vida no tenía ningún sentido. Anonadado por el golpe tomé mis cosas y me dispuse a irme a casa alejándome de ella y de la algarabía de mis compañeros. La volví a ver al pasar el portón de salida. Me estaba esperando, ella sola, como siempre había ansiado verla. Me encaró decididamente, con su ternura de siempre, vivaz, alegre, sonriente, y felicitándome por mi actuación. Me abrazó con dulzura y me llenó de besos.
-Tonto, a vos también te quiero.
¿Cómo olvidarte, Irma?

lunes, 21 de diciembre de 2009

Todo Tiene Precio





a) -Acabo de ver tu aviso en el diario. Me interesó tu problema y quisiera ayudarte. Puedo tener una persona interesada, pero necesito más aclaraciones. Espero respuesta.
b) -Hola, Errezeta. Te contesto. Creo que el aviso está muy claro. Te lo repito: “Por problemas económicos serios ofrezco cualquier parte de mi cuerpo. Precio a convenir. Los interesados pueden contactarse conmigo al jotajotaele@hotmail.com.ar.”
a) -Entendí. ¿Qué parte de tu cuerpo estás dispuesto a vender?
b) -Te lo vuelvo a reiterar. Cualquier parte. La que sea.
a) -Soy yo de nuevo. Perdoná la pregunta. ¿Es tan serio tu problema?
b) -Sí, mucho. Peor de lo que puedas imaginarte. Está en juego la vida de mi hijo. Necesito llevarlo a Estados Unidos para una operación muy complicada. Es mucho el dinero que necesito.
a) -¿Cuánto? Dame una idea.
b) -Más de 100.000 dólares.
a) -Tenés razón. Es muchísima plata. Te va a ser muy difícil conseguirla.
b) -Ya lo sé, pero es mi último recurso. Estoy dispuesto a todo.
a) -¿Todo?
b) -Todo, todo, todo.
a) -¿Sabías, Jotajota, que el valor de cada órgano está más o menos estipulado en el mercado negro? ¿Cómo pensás reunir cien mil dólares?
b) -No tengo la menor idea, todo esto es nuevo para mí, pero me viene bien saberlo. Dame una idea de lo que puedo llegar a conseguir.
a) -Te tiro algunos precios aproximados. Un riñón, u$s 20.000. Una retina u$s 10.000. El pabellón de una oreja u$s 5.000. Todo más o menos.
b) -Con esos números no llego a nada. Necesito mucho más. ¿Podrá servirle a alguien, por ejemplo, una pierna?
a) -Sí, Jotajota. Hay interesados para cualquier parte del cuerpo. Todo tiene precio ¿Cuánto medís?
b) -Te mando mis datos. Mido 1.80 mts. y peso 80 kilos. Soy completamente normal y bien formado. Te mando una foto ¿Cuánto puedo obtener por una pierna?
a) -Te contesto. Si se encuentra el cliente adecuado, que sea compatible con vos se puede sacar hasta u$s 30.000.
b) -Me estás volviendo loco. Tampoco así llego. Ni vendiendo una pierna. Necesito más. ¿Puede haber algún interesado en mi cuero cabelludo? (Tengo un pelo bárbaro.) ¿Mi brazo? ¿O mi pito? Necesito más.
a) -Déjamelo consultar. En pocos días te contesto.
b) -Hace varios días espero tu respuesta. Me mata la ansiedad ¿Dónde estás? ¿Te tragó la tierra? Contestame, por favor. Sos mi única posibilidad. No quisiera creer que estuviste jugando conmigo. Lo mío es muy serio. No es un juego.
a) -Hola Jotajota. No te confundas, no estoy jugando con vos. Tuve que tomarme unos días para ahondar mis contactos. No te puedo mentir. Es un tema de muy difícil solución.
b) -Me imagino, no estoy vendiendo una batidora. Quiero que seas concreto. ¿Tiene o no solución mi problema?
a) -Te lo reitero, Jotajota. Todo es posible. Complicado pero no imposible.
b) -Contestame sin vueltas, Errezeta. ¿A cuánto podríamos llegar?
a) -Te lo contesto sin vueltas como lo pedís vos. Con los únicos clientes posibles que te conseguí superamos holgadamente los u$s 100.000.
b) -¡Maravilloso! ¡Bárbaro! ¿Qué partes de mi cuerpo necesitan?
a) -Espero que entiendas mi respuesta, Jotajota. Ninguna parte. Te quieren enterito.
b) -¿Te volviste loco? ¿Qué quiere decir enterito?
a) -Sí, así como oíste. Es entero o nada. Les viene bien cada parte de tu cuerpo. Lógicamente antes de pagar quieren verte. Vos sabés cómo es. Cualquiera quiere ver la mercadería antes de comprar. Contestame por sí o por no lo más rápido posible. Es tu última oportunidad.

domingo, 20 de diciembre de 2009

El Amor DE Melina


Melina corre desesperadamente por las calles de Buenos Aires a un ritmo casi imposible de sostener. Su corazón adquiere un andar vertiginoso clamando por más y más sangre para oxigenar en sus pulmones ya desfallecientes. Siente que sus sienes van a estallar y que volará en mil pedazos antes de lograr su objetivo: volver a verlo. ¿Había sido una alucinación o realmente lo había visto en medio de esa marcha cuando encendió el televisor? No podía asegurarlo, pero el intento bien valía la pena. Y Melina corre y corre por las calles de Buenos aires, sin pausas, sin respiro, hacia la fuente de la Plaza del Congreso, con una leve esperanza surgida de una imagen fugaz mostrada por una cámara veloz sobre el manchón de una marcha. Un montón de cabezas y pancartas clamando por algo de lo mucho que siempre anda mal en este mundo y que en los locos como ella, o como él, siempre hacen mella. Una marcha más, como tantas otras que había compartido con él, y que habían elevado sus pulsaciones a través del tiempo hasta acrecentar sus ilusiones y sus fantasías con él y sólo con él. Lo había elegido entre todos los hombres del mundo y durante meses había esperado ansiosa una entrega parecida de su parte.
Pero no fue así. Todo se limitaba a compartir un saludo, una sonrisa, un beso en la mejilla y hasta un par de cafés juntos.
En una oportunidad se combinaron para ver una función de Teatro por la Identidad auspiciado por las Abuelas de Plaza de Mayo, con las que ambos comulgaban incondicionalmente. Ella lo propuso y él accedió de inmediato. Melina se preparó con tiempo para el acontecimiento y trazó un par de estrategias en pos de un logro supremo: conquistarlo, pero todo se desmoronó cuando lo vio llegar con varios amigos y amigas con los que compartían habitualmente las marchas de protesta. Estaba decepcionada, e incluso cargándose de culpas por no encontrar el camino adecuado para vencer su aparente indiferencia. Hasta que dejó de verlo; de un día para el otro y sin dejar rastro. Poco y nada sabía de él. Apenas su nombre, Ramiro, su edad, similar a ella y su eterno amor por la causa de los justos y por lograr un mundo mejor.
Sabía, por una frase dicha al pasar, que estudiaba sociología. Buscó cientos de pretextos para el presunto encuentro casual en las escaleras de la facultad. Montó guardia cuantas veces le fue posible, en distintos horarios, en distintos días, sin ningún éxito. Preguntó por él hasta el cansancio y cada día volvía con una nueva desesperanza.
Su corazón no lo olvidaba y por eso hoy corre desesperada con la remota ilusión de que fuera verdad la imagen que había visto. Y llega al Congreso; y busca la fuente de agua y la encuentra, y se mezcla con el gentío buscándolo con desesperación y cuando comienza a imaginarse que había sido sólo una ilusión óptica sustentada por el gran deseo de volver a encontrarse con él lo ve a la distancia. Y corre hacia él llena de ganas de todo; y él se sorprende y se emociona y la abraza y la besa como si el tiempo no hubiera transcurrido. Melina se acurruca emocionada entre sus brazos. Su sangre se agolpa en su pecho, en sus sienes, en su pubis. Quiere más, mucho más. Aun cuando él nunca le hubiera prometido nada.
Comienzan a marchar juntos abrazados. Ella toca el cielo con las manos. El sostiene una pancarta y ella aferra su mano a la de él para mantenerla juntos. “Semana del orgullo gay”, reza en letras grandes.
Melina aprieta su mano. Comienzan a aclararse algunas cosas para ella.
-¿Por qué no me lo dijiste?
-¿Lo habrías entendido?
Melina no contesta. Aferra con fuerza el sostén de la pancarta y sigue en la marcha con él.
Su pena es inaudita. Su corazón está a punto de estallar, pero se sobrepone mientras fluyen de sus ojos gruesos lagrimones. Aunque en el fondo de su alma ella sabe que todo el castillo de ilusiones que había construido en su mente se desmorona, aun así no quiere dejar de sentirlo a su lado. Al fin y al cabo había muchas formas de andar juntos por la vida y ésta era una de ellas.

sábado, 19 de diciembre de 2009

Julián versus Julián



El teléfono sonó varias veces hasta que Julián, somnoliento y malhumorado, lo atendió de mala gana.
-Hola… sí… ¿Mabel?...sí… soy yo… Julián… ¿A qué hora llegás?…no… imposible… no te puedo buscar… no me siento bien… arreglate como puedas…
Julián cortó con una rara sensación de desasosiego, ya lindando con la angustia. Mabel había viajado el día anterior a Rosario a visitar a unos parientes y él había pasado una noche de perros. Desde las tres de la mañana en adelante apenas de a ratos había logrado conciliar el sueño, siempre acompañado de horribles pesadillas que no sabía a qué atribuir. Cuando estaba sonando el llamado de Mabel, antes de las siete de la mañana, su cabeza era un volcán a punto de estallar por la lucha sin cuartel que habían entablado entre sí sus monstruos nocturnos, aquellos que lo acompañaban inevitablemente en cada sueño y a quienes rendía cuentas de cada acto de su vida.
Estaba desganado y apesadumbrado. Abrió la puerta del placard y se observó en el espejo de cuerpo entero. Se vio avejentado, angustiado, con la frente cargada de años, y dando, en general, un pobre aspecto. ¿Qué había pasado con él? ¿Qué había sido de aquel Julián deportista y seductor? ¿Qué había quedado de sus sueños? Un oscuro oficinista cumpliendo su labor a regañadientes, sin futuro, sin paz, sin hijos. Volvía a su casa todas las tardes cargado de una mochila llena de desesperanza, a compartir con su mujer la tristeza final del día. A ella tampoco le había ido bien con él. También fue perdiendo los sueños en el camino a medida que percibía que las arrugas de su cara marcaban una muesca similar en sus ilusiones.
Abrió el ventanal del departamento y se asomó por el balcón. El aire mañanero, pensó, le haría bien, le clarificaría las ideas, lo sedaría. Dirigió la mirada hacia abajo, hacia la plaza por la que siempre había sentido un cierto aire de pertenencia, pero ese día la vio más triste y más apagada que nunca y con un tinte grisáceo que la desmerecía. Circulaba poca gente a esa hora. El florista de la punta más cercana comenzaba a acomodar sus ramos, mientras el camión de los diarios dejaba dos enormes paquetones que el vendedor tomaba presuroso para comenzar a vocearlos. Sintió envidia por los posibles compradores. Gente común con ganas de enterarse de las novedades que a él ya no le interesaban o de adornar su casa con unas flores, cosa que ese día le parecía un total despropósito.
Se sentía mal y los pensamientos negativos lo invadían constantemente. Un sudor frío recorría su espalda seguido al rato por un incontrolable arrebato de calor.
Volvió a abrir el placard y a observar detenidamente su propia imagen esperando una solución mágica a tanta desazón.
-¿Qué te anda pasando, Julián? –le preguntó su doble desde la profundidad del espejo.
-Nada que vos no sepas.
-Es cierto. Yo sé todo sobre vos, Julián, y estoy tratando de encontrar la forma de ayudarte.
-Ya es tarde. Hice todo mal en la vida.
-En parte es cierto… pero creo que estás a tiempo todavía de rectificar algunas cosas. Comenzar a cuestionarte ya es un gran adelanto.
-No tengo más voluntad de cambiar nada.
-¿Y qué pensás hacer?
-Vos ya lo sabés. Matarme. Simplemente eso, matarme. Por suerte vivo en un décimo piso. Va a ser fácil.
-¡Ni se te ocurra!
-No podrás impedirlo. Es sólo abrir la ventana y emprender el vuelo final.
-No pienso consentirlo. Siempre hay posibilidades de recomenzar. No hagas eso, pensalo.
-Me pasé la vida pensando y así me fue.
-No seas tonto. Yo te voy a ayudar. Te prometo salir de mi letargo y apoyarte. Vas a salir a flote.
-¡No me interesa!
-¡Volvé a pensarlo.
-No me interesa. ¡Basta! Terminala ya, ¡callate!, no te tolero más.
Un golpe preciso destruyó el espejo. Los vidrios se desparramaron por el suelo y Julián comenzó a pisotearlos con furia para aliviarse. No lo consiguió.
-Nunca vas a lograr destruirme. Ni siquiera a los golpes.
-No te me acerques. Dejame terminar a mi manera…
-¡Ni lo pienses!
-¡No te me acerques! ¡Basta! Soltame… me hacés daño… por favor. ¡Basta!
Cayó desplomado. Sólo se reanimó cuando Mabel, ya convencida de que Julián no la buscaría, entró a su casa llena de miedo y lo vio en el piso con magullones en la cara y marcas de manos en el cuello.

viernes, 18 de diciembre de 2009

Alicia y Raul


Alicia y su padre, Raúl. Raúl y su hija, Alicia. Alicia y Raúl. Raúl y Alicia. Años juntos. Muchos años juntos. Siempre juntos.
Alicia contemplaba a Raúl sentada en el borde de la cama. Raúl tosía. Alicia temblaba de miedo. Tosía y tosía. Temblaba y temblaba.
-Anoche soñé que soñaba que soñé con vos, papá.
-Yo también soñé con vos, hija. ¿Qué soñaste?
-Soñé que soñaba que te soñaba cuando eras un niño. Un dulce y tierno niño.
-¿Y yo qué hacía en tu sueño?
-Éramos amigos. Vos eras un niño. Yo era una niña. Ambos éramos niños.
-Contame (rapto de tos), que me interesa (más tos). Contame, contame. (Tos, tos).
-Al principio tu figura era gigantesca. Un gigante gigantísimo. Vos King Kong y yo Pulgarcito. Pero a medida que avanzaba el sueño que soñaba en mi sueño te empequeñecías. De gigante a pequeño. De King Kong a Pulgarcito. Y yo me agrandaba. Hasta límites grandísimos. Te superaba en tamaño, en altura, en edad.
-Algo parecido a mi sueño, Alicia.
-¿Qué soñaste?
-Soñé que me soñabas pequeño, como me soñaste vos.
Nuevo ataque de tos. Tosía y tosía. Temblaba y temblaba.
-Tozuda la tos que toso. Creo que de ésta no salgo, Alicia.
Raúl tosía. Alicia temblaba. Tosía y temblaba.
-¿Qué más soñaste, papá?
-Primero era pequeño, pequeñito. Después crecía y crecía hasta convertirme en un viejo, viejísimo y enfermo de toda enfermedad.
Alicia tomó la mano de Raúl para darle ánimo. Raúl ya no tosía. Alicia seguía temblando de miedo. Habían pasado muchos años juntos. Raúl y su hija. Alicia. Alicia y su padre, Raúl. Siempre juntos.
Alicia y Raúl. Raúl y Alicia. Muy juntos. El, muerto. Ella, sintiéndose morir.

martes, 15 de diciembre de 2009

Cosa de Brujas





Fermín y Gregoria estaban sentados a la mesa con gestos de honda preocupación. Hacía varios meses que no llovía en la zona y corrían serio peligro la mayoría de los cultivos en que basaban su economía. Los pronósticos a largo plazo, para colmo, no eran nada halagüeños, y ya la desesperación comenzaba de a poco a apoderarse de ambos.
-¿Qué vamos a hacer, Fermín?
-No sé. No se me ocurre nada.
-¿Y si consultamos a Pancracia? Dicen que alguna vez hizo llover. ¿Qué podemos perder?
Fermín no se opuso. Había escuchado muchas veces sobre las dotes especiales de la vieja Pancracia, pero nunca le había parecido razonable visitarla más que para curar un empacho o por un simple mal de ojo. Finalmente se decidieron y fueron. Tras una larga caminata llegaron al rancho de la vieja, que los hizo pasar como pudo, afirmada sobre un bastón. Se la veía pálida y cansada, pero los recibió de buena gana, aunque un tanto sorprendida de verlos. En pocos minutos Fermín la puso al corriente del motivo de su visita, mientras la mujer lo escuchaba con atención.
-No podías venir a mejor sitio. Tengo la solución para vos-, dijo en medio de un acceso de tos. Y los llenó de instrucciones. Que quemar incienso en tal horario. Que hacer tal cosa o tal otra con una pata de cabra guacha. Que prenderle fuego al ramerío cuando sale la luna y bailar alrededor. Que fueran durmiendo de a uno mientras el otro le echa una gotas de una pócima secreta al humo de las brasas y algunas cosas más.
-¡Ah! Y no se olviden de hacerlo tres noches seguidas.
Fermín y Gregoria cumplieron todo a rajatabla y finalmente volvieron a lo de Pancracia. a consultar si es que habían cometido algún error porque no obtenían resultados. La encontraron febril en la cama, pero aún así los llenó de esperanzas.
-Hoy es la noche. Mañana, cuando se levanten, van a tener agua a montones.
A la mañana siguiente se levantaron temprano para ver de cerca el milagro. Estaban en medio de una tormenta terrible que los llenó de alborozo. Salieron a mojarse felices chapoteando en el barro como chicos, hasta que repararon en un hecho curioso: la lluvia estaba circunscripta sólo a un pequeño sector, el que los rodeaba a ambos. Probaron separarse y notaron que el radio de lluvia se ampliaba a medida que se alejaban uno del otro. Optaron finalmente por hacer largas caminatas alrededor del campo hasta lograr que el agua beneficiara a toda su tierra.
Los vecinos miraban asombrados el fenómeno y comenzaron a indagar sobre el tema. Fermín y Gregoria les explicaban el asunto de la Pancracia y luego se dirigían a la propiedad de aquél que solicitaba ser beneficiado por ese don especial que poseían. En muy pocas horas pasaron a ser los personajes más importantes del lugar.
Así fue durante varios días hasta que todo comenzó a inundarse, y el mal humor se fue apoderando de la pareja primero, y del resto de los vecinos luego, que pedían a gritos que parasen con el agua.
Corrieron de vuelta a lo de Pancracia. Era imperioso aprender la forma de revertir el proceso. Llegaron a los tumbos. Totalmente embarrados y mojados hasta los huesos. Al ver que la vieja no atendía al llamado, entraron a la casucha y se llevaron la peor de las sorpresas: Pancracia había muerto y se había llevado con ella el secreto. No sabían como parar la lluvia.
Estaban azorados. Ni ellos ni los vecinos podían encontrarle solución al dilema. Sabían que dentro de pocos días estarían viviendo en medio de un mar incontrolable y que el esfuerzo de tantos años se arruinaría en un abrir y cerrar de ojos.
La gente se reunió en una de las casas y tras largas discusiones llegaron a la única solución posible para superar el problema: echar del pueblo a los mal nacidos que habían provocado semejante desgracia. Lo pusieron en práctica de inmediato. Los más exaltados se armaron de enormes palos con los que no tardaron en disuadir a la pareja de lo inútil de mostrar cualquier tipo de oposición.
Y así fue que Gregoria y Fermín tuvieron que abandonar definitivamente su casa y tantos años de trabajo e ilusiones. Se fueron con lo puesto, casi sin comida y sin dinero, para marchar sin rumbo fijo con su lluvia a cuestas.
-Y ahora, ¿qué vamos a hacer, Fermín?
-No sé, Gregoria. No se me ocurre nada.
Hasta que Gregoria sintió que una idea se iba apoderando de ella poco a poco.
Cuando llegaron al pueblo vecino, y después de masticar el proyecto para un lado y para el otro, se dirigieron al periódico zonal e insertaron un aviso en el que volcaron todas sus esperanzas.
Decía así: “Señor agricultor. No sufra más sequías en su campo. Fermín y Gregoria, Empresa de riego a domicilio. Trabajos garantidos.”

lunes, 14 de diciembre de 2009

DeTal Palo


Vladimiro reventaba de orgullo. Tenía sobrados motivos para que así fuera. Acababa de inaugurar la sucursal número diez de su cadena de negocios de sanitarios y se sabía envidiado por la mayoría de sus paisanos, con los que había pisado juntos suelo argentino tres décadas atrás. Nada lo detuvo en su alocada acumulación de dinero a lo largo de ese tiempo. No le importaba quitarle horas al descanso, si ese tiempo le redituaba ganancias, ni mantener una relación insatisfactoria con Irina, su esposa, ni descuidar por completo su vínculo con Andrei, único hijo de ambos, que irrumpió en un hogar donde nadie lo esperaba con ansiedad.
Andrei fue creciendo en ese ambiente, sabiéndose el hijo no deseado por ninguno de sus padres y acumulando rabia a lo largo de los años contra ambos; contra su madre, que en medio de su propia infelicidad lo miraba crecer con indiferencia, y fundamentalmente contra su padre, que además de no mostrar por su hijo el menor atisbo de cariño, vivía reprendiéndolo y castigándolo por cualquier nimiedad. Su furia crecía día a día, y sus especulaciones más placenteras pasaban por imaginar cualquier daño posible que pudiera infligir a su padre, aun cuando su figura gigantesca lo amedrentaba, siempre, hasta límites insostenibles. Así siguieron las cosas. Vladimiro inaugurando sucursales y Andrei rebosando odio. Hasta que un día pasó lo inevitable: Vladimiro enfermó. Comenzó a carcomerlo un cáncer que fue tomando partes de su cuerpo con la misma voracidad con que éste había acumulado capital en sanitarios. Ándrei y su madre no sólo no estaban demasiado afligidos por la suerte de Vladimiro, sino que en el fondo sentían cierta satisfacción. Vislumbrando su final, decidieron llevarlo a un buen centro de atención y depositarlo allí por el resto de sus días, pero éste se opuso. Si le tocaba morir -decía- quería hacerlo en la comodidad de su cama y rodeado del confort que le ofrecía su vivienda de lujo. Exigió que lo atendieran en su casa, y que esposa e hijo tuvieran que velar por él aunque no hubiera ningún tipo de cariño en la relación. "Si no lo hacen correctamente los desheredo"-, gritaba fuera de sí. Vladimiro empeoraba a visiblemente día a día. Su figura se empequeñecía continuamente sin que la medicación administrada pudiera hacer nada por él. Un día, cuando advirtió que lo suyo era irreversible, rumió su última maldad: exigió que no le proporcionaran más remedios de ninguna índole y que Irina y Andrei, sólo ellos dos, lo asistieran en su recta final. Pese a su debilidad, se impuso una vez más. Echaron a las enfermeras que lo cuidaban día y noche, tiraron a la basura todos los remedios, y se dispusieron a atenderlo rogando a Dios que la enfermedad no se extendiera demasiado. Vladimiro seguía muriendo lentamente, ya casi sin comer, y achicándose más y más. Irina y Andrei estaban consternados. Llegó un momento en que, de tan consumido, se asemejaba al tamaño de un bebé, pero aún así seguía dando órdenes a los gritos desde la cama que le quedaba cada vez más grande. "No se hagan ilusiones, no pienso morirme tan rápido". Y así fue. Vladimiro siguió durando tiempo y tiempo, achicándose constantemente y obligando a Irina a vestirlo con batitas de bebé y joggins de niño del talle más pequeño, hasta que llegó a ser del tamaño de una mano. Aun así Vladimiro continuaba vociferando y largando escupitajos con el resto de sus fuerzas mientras maldecía al mundo entero.
Andrei e Irina estaban extenuados. No podían más. Intercambiaron una mirada y se pusieron de acuerdo al instante. Andrei tomó a su padre y mientras éste maldecía en varios idiomas se dirigió al baño ante la mirada aprobatoria de su madre. Tomó aire y se decidió. Dejó correr mucha agua y desoyendo la gritería ensordecedora de Vladimiro lo arrojó al inodoro, un inodoro de excelente calidad donde brillaba en letras doradas el logo "Sanitarios Vladimiro".
Desde entonces se oyen extraños gritos en las cloacas de Buenos Aires que nadie sabe a qué atribuir.

domingo, 13 de diciembre de 2009

El Hechizo





La gitana miró al hombre con marcado interés. El hombre miró a la gitana con curiosidad. Ella sostuvo la mirada. Él, sorprendido, hizo lo propio.
Hacía varios días que la gitana cruzaba a la misma hora la plazoleta donde él, cansado del ajetreo del día, se tomaba un respiro estirando su cuerpo sobre uno de los bancos ubicados al amparo de un gomero gigantesco.
Ese día, ignoraba la razón, él la miró de otra manera, intentando descubrir la figura aparentemente atractiva que escondía la superposición de telas de diversos colores con las que estaba vestida. Ella percibió la mirada y lo dejó hacer, dándole a su andar un contoneo más atrevido y a su mirada un brillo prometedor. Cuando acababa de pasar, sorteando airosa el examen al que el hombre la había sometido se detuvo repentinamente, giró sobre sí misma, y se dirigió hacia donde él, sentado en el mismo lugar, la observaba con total desfachatez.
-¿Querés que te adivine la suerte?-, preguntó al tiempo que se sentaba a su lado. Sin esperar respuesta ella tomó su mano y comenzó a estudiarla con atención. El se prestó a sus requerimientos sin oponer ningún tipo de resistencia. El desparpajo de la gitana le producía curiosidad y su forma de conducirse, con absoluta libertad, lejos de parecerle molesta le resultaba graciosa. La observó detenidamente. Miró sus ojos, negros como la noche, absortos en el estudio minucioso de su mano y no pudo evitar que un cosquilleo indescifrable recorriera su cuerpo. Comenzó a sentir que algo le pasaba con ella como si de toda su figura emanara un halo de atracción al que le era difícil oponerse. Se dejó llevar por ella, cediéndole totalmente la iniciativa y sintiéndose, de alguna manera, a su merced.
-Sos un tipo de mala suerte. Acabás de encontrar al amor de tu vida.
El la miró sorprendido. Se notaba que hacía su propia evaluación de la situación, mientras elaboraba la respuesta.
-No te entiendo. Por lo general uno busca con desesperación al amor de su vida y encontrarlo no le representa mala suerte. Todo lo contrario.
-El amor es sufrimiento...
-…y ternura ...
-…pesar…
-…y goce… .
-... dolor… .
-... y pasión...
-También eso. Todo eso junto. Ya lo irás aprendiendo.
La muchacha soltó su mano y al tiempo que rozaba con su boca los labios del hombre inició su retirada mientras decía:
-Has caído en un hechizo. Ya no te podrás liberar de él. Sería inútil que lo intentaras.

Y se alejó velozmente, perdiéndose entre la arboleda al amparo de los grises que produce el final del día.
El hombre quedó impactado. Durante largos minutos rememoró los dichos de la gitana mientras analizaba sus sentimientos. Confundido y malhumorado se levantó y comenzó a transitar con paso lento el camino que lo separaba de su casa.
Fue dura la noche. Todo el embrujo de la gitana se hacía presente a cada instante en su mente, provocándole una rara sensación de cautiverio del cual le costaba liberarse.
Soñó con ella. Volvió a verla una y mil veces contoneándose seductora, tomando su mano, y dándole cada vez un fugaz beso de despedida. La vio venir con total claridad hacia su cama, desprenderse con habilidad el vestido, y danzar a su alrededor al compás de una copla gitana. Su cuerpo, perfecto. Su sonrisa, un canto al amor. Su voluptuosidad, indescriptible. Su magia, infinita. Jugueteó en su cama con él hasta enloquecerlo de pasión, y se fue apoderando de su voluntad de a poco, en un camino sin retorno. Cuando el hombre sintió la imperiosa necesidad de unirse a ella, jurando un amor eterno que ella eludía con evasivas, supo que estaba definitivamente perdido. La poseyó con locura salvaje una y mil veces, no importaba cuántas. No había saciedad posible. Cuanto más se unía a ella más ansioso estaba por volver a poseerla. Ella lo dejaba hacer. Respondía a su locura en el mismo tono que él le imprimía a la relación, gimiendo de gozo ante cada nuevo requerimiento amoroso. Cayó extenuado, y en medio del sopor de su cansancio percibió que aún no había recibido de ella ni una sola promesa de amor. Cuando la vio alejarse desnuda en la oscuridad de la noche presintió que sólo le restaba correr detrás de una quimera inalcanzable, y que el hechizo en el que estaba sumido sólo le traería sufrimientos. Pese a la oscuridad, alcanzó a ver en su espalda un tatuaje que lo conmovió: una serpiente de lengua bífida aprisionaba el corazón de un hombre hasta límites insostenibles. El corazón, oprimido por la presión en su parte central, parecía a punto de estallar.
Se despertó sudoroso, con la boca seca y con la cabeza reventando de dolor. Calzó sus chinelas a tientas en medio de la oscuridad y prendió la luz, que sintió como un fogonazo hiriendo sus ojos. El dolor de cabeza y la fotofobia mañanera componían a esa hora un cóctel nefasto. Cuando acostumbró sus ojos a la luz y pudo comenzar a distinguir sus cosas cotidianas sintió un escalofrío recorriendo sus vértebras que lo dejó al borde del espanto. El vestido de la muchacha, que se había alejado desnuda de su sueño, estaba al pie de la cama, tal como ella lo había dejado durante la noche. Lo tomó en sus manos y lo observó largamente. Era el mismo vestido que había usado el pasado atardecer. Lo posó en sus labios besándolo con deleite, lo olió con avidez y se impregnó de todo el aroma a muchacha misteriosa que aparecía y desaparecía de su vida produciéndole los sentimientos más contradictorios.
Tomó el vestido, lo dobló en forma prolija, armó un paquete, y lo introdujo en una bolsa junto a los elementos que debía llevar al trabajo. Sentía que su vida había cambiado de un momento para otro completamente, y que le costaría horrores superar los escollos del día con normalidad.
Cuando completó la jornada de trabajo, exhausto, se dirigió presuroso al banco que había ocupado el día anterior y esperó ansioso la llegada de la muchacha. Fue inútil. Ella no apareció, ni ese día ni el resto de los días de la semana. Estaba atormentado. Sufría cada día la ausencia de la gitana y se alejaba en dirección a su casa dispuesto a pasar una nueva noche de horror. Antes de acostarse sacaba de la bolsa el vestido y lo ubicaba en la misma posición que ella lo había dejado con la secreta esperanza de que viniese por él.
-“Has caído en un hechizo. Ya no te podrás liberar de él”, su cabeza le repetía a cada rato. “Has caído en un hechizo”.
Un día la vio venir cuando ya sus esperanzas de volver a verla eran mínimas. Su
corazón comenzó latir en una alocada carrera que parecía no tener límites, como queriendo salir de su pecho e instalarse en ella. Era tan grande su conmoción que no atinó ni siquiera a moverse. Mientras tanto ella, sugestiva y sonriente, apuraba su paso en dirección a él. Usaba el mismo vestido floreado de la primera vez y su contoneo habitual, lejos de resultarle gracioso, se le hacía insufrible. No sabía cómo actuar. Quería gritarle que estaba loco por ella y que hacía noches enteras que casi no dormía con su imagen a cuestas y no le salía una sola palabra ¿Con qué derecho reclamarle el amor que ella nunca había ofrecido? ¿A cuenta de qué enrostrarle que le había jugado sucio, que se había apoderado de su alma y de su voluntad, si ella sólo le había dejado un beso furtivo sin prometerle nada?
Cuando se acercó a él y le propuso una vez más adivinar su destino, un sentimiento de desolación indescriptible se apoderó de él. ¿Ni siquiera lo había reconocido?
La muchacha, no hallando respuesta en él, siguió su camino ignorándolo por completo. Todas las conjeturas que había elaborado su mente para esa situación se esfumaban en el aire al compás de su póstumo contoneo. Pensó en el paquete, que semanas enteras lo había acompañando esperando esta ocasión y comenzó a desatarlo presuroso. Era una prueba irrefutable, una demostración categórica de su actitud perversa, infame, llena de malicia, con el único fin de destruirlo.
-Esperá. Quiero mostrarte algo.
La muchacha se detuvo y giró sobre sí misma sorprendida. Lo vio extraer de una bolsa un paquete y desatarlo con premura, ansioso por llegar al objeto deseado. Luego vio su cambio de actitud. Su gesto anhelante cambiando por otro de desazón inconmensurable.
-¿Qué querías mostrarme?
-No, nada. Perdoname.
Estaba desolado. El vestido había desaparecido. Un ramillete de papeles con la imagen de un corazón aprisionado por una serpiente ocupaba su lugar.
La muchacha volvió a alejarse, desairada y confundida. Mientras lo hacía asomaba en su espalda la cabeza de una serpiente de lengua bífida en actitud desafiante.

viernes, 11 de diciembre de 2009

Bodas de oro



Rosendo y Elena acababan de cumplir cincuenta años de casados y lo festejaron a pleno con sus tres hijos, sus tres nueras, infinidad de nietos y bisnietos y un número indeterminado de parientes, vecinos y amigos que fueron desfilando desde horas tempranas para saludarlos por el singular acontecimiento.
La casa había resultado chica para dar cabida a tanta gente que quería plegarse al suceso, y en el brindis final, cuando todos levantaron sus copas en honor de Elena y Rosendo augurándoles muchos años más de feliz convivencia, el número de asistentes se había elevado a una cifra tal que habría sido imposible determinar su cuantía.
-¡Felicitaciones, Elena!
-¡Por otros cincuenta años, don Rosendo!
Alguien acercó una torta enorme con dos números gigantescos insertados en ella, que rubricaban para la foto toda la felicidad que embargaba a la pareja. Carteles de diverso tenor adornaban las paredes en alusión al grato acontecimiento: “Felicidades, abuelitos”, “Rosendo y Elena, un ejemplo de vida”.
Alrededor de las cuatro de la mañana, cuando se estaba yendo el último invitado, Rosendo y Elena se tomaron de la mano, como tantas veces en su vida lo habían hecho, y se encaminaron silenciosos hacia la sala que hacía las veces de biblioteca. Franquearon la puerta y dieron dos vueltas a la cerradura. Elena constató que estaba bien cerrada y apagó parte de las luces, dejando buena iluminación sólo arriba de la mesa principal que estaba ubicada en el centro de la sala.
-¿Estás decidido?
-Sí -contestó Rosendo.
-Pues… hagámoslo lo antes posible.
-No hay apuro, Elena. Estamos solos en la casa. Dame tiempo.
Elena accedió y se sentó en uno de los sillones ubicados sobre un costado de la mesa. Rosendo la imitó sentándose exactamente frente a ella. Luego, con total parsimonia, abrió un cajón ubicado debajo de la mesa y comenzó a extraer de él todo tipo de elementos: hojas, lápices, gomas de borrar, bolígrafos y todo lo necesario para disponerse a escribir por horas, si fuera necesario. De la parte de atrás del cajón extrajo un paquete con un paño amarillo que lo cubría y disimulaba. Corrió el paño, abrió el paquete y extrajo de él dos revólveres que apoyó sobre la mesa con total decisión.
-Llegó el momento, Elena.
-Llegó el momento, Rosendo.
Uno y otro tomaron las armas afirmando fuerte la mano en la culata, tanteando el peso y sopesando las condiciones en que deberían ser disparadas. Nunca habían tenido mucha experiencia con armas y jamás habían sentido mayor curiosidad por ellas.
-¿Tenés las balas?
-Sí, por supuesto.
Rosendo extrajo del cajón una pequeña caja gris de donde sacó las balas que fue apoyando de a una en el centro de la mesa. Ella hizo el primer ademán de tomar una, pero Rosendo la contuvo.
-¿Cómo lo vamos a hacer?
-Los dos a la vez. Así quedamos, ¿no?
-Sí, así quedamos.
-Pues, practiquemos antes. No quiero fallas.
Así lo hicieron. Rosendo apuntó su revólver directamente al corazón de Elena. A esa distancia, supuso, era imposible fallar. Elena hizo lo propio. Afirmó su codo en la mesa y observó con un ojo cerrado y el otro bien abierto que la línea entre la mira y la punta del revólver enfilaban con exactitud hacia el corazón de Rosendo. No había lugar a dudas. Imposible errar.
-Empecemos. Uno, dos, tres…
-Uno, dos, tres…
Ambos apretaron el gatillo imaginando el momento fatal que la bala partiría dando muerte, inexorablemente, a su compañero de cinco décadas.
-Creo que está todo bien. Un par de prácticas más y a terminar el asunto.
-Uno, dos, tres…
-Uno, dos, tres…
-¿Preparaste la carta?
-Sí, ¿querés leerla?
-Bueno… o mejor leela vos…
Rosendo introdujo nuevamente la mano en el inacabable cajón y extrajo un sobre cerrado en que se leía: “A toda nuestra familia”. Luego sacó un papel del interior, se colocó las gafas y se dispuso a dar lectura al escrito.

“Queridos hijos y nietos:
Sabemos que al abrir esta carta estarán viviendo un momento de gran conmoción y angustia. Eso es lógico e inevitable. Pero también sabemos que todos ustedes son gente sensible e inteligente y que sabrán comprender, aún en medio del dolor, el causal de nuestra trágica determinación. Hemos tenido una vida plena, donde cada uno de nosotros logró en gran medida cristalizar sus mayores anhelos y consideramos que ponerle punto final ahora, después de cincuenta años juntos, más que un hecho desgraciado debe ser visto como un acto de amor final hacia toda la familia, y en especial hacia nosotros mismos.
Queremos terminar así, rodeados del cariño de todos ustedes y sin llegar a suponer ningún tipo de carga para nadie que con el inevitable paso de los años se produciría. Deseamos que nos recuerden como hoy, bailando el vals de las bodas de oro como último recuerdo. Sabemos que es penoso para ustedes y les pedimos perdón a todos sin excepción por nuestro último acto de vida, tan lleno de amor y cobardía al mismo tiempo.

Un beso enorme para todos.
Elena y Rosendo”


- ¿Estás de acuerdo?
- No. Para nada.
- ¿A qué te referís?
- Esta carta está llena de mentiras, Rosendo, y yo no quiero terminar mi vida en medio del último gran embuste. Todo lo contrario. Quiero que el tiro del final sea un acto de sinceridad, totalmente despojado de las pequeñeces con las que nos manejamos toda la vida.
- No te entiendo, Elena. ¿A qué mentiras te referís?
-“Hemos tenido una vida plena”. ¿Qué farsa es ésa? ¿Sentís que fue plena tu vida?
-Bueno, no. No del todo al menos.
-¿Y en virtud de qué mentís?
-Bueno…
-“Queremos terminar así, rodeados del cariño de todos ustedes”. ¿De qué cariño me hablás y quiénes son todos ustedes? Nuestra familia es un desastre, Rosendo. Seamos sinceros.
-Como todas las familias…
-O peor. “El acto de amor final”. ¡Una farsa! ¿Desde cuándo semejante altruismo?
-¿Qué querías que contara?
-¡La verdad!
-¿Toda?
-Sí, toda, si es necesario. No me desafíes.
-De acuerdo. Te propongo algo. Hagamos el último juego, el juego final. El de la verdad absoluta. ¿Estás de acuerdo?
-¡Totalmente!... pero sin miramientos.
-Sin piedad… sin anestesia… ¿Estás dispuesta?
-Sin dudas. Empecemos ya.
-Una pregunta cada uno, ¿vale?
-Vale.
-Empiezo yo.
-El burro adelante…
-De acuerdo. Empezá vos.
Elena tomó el revólver y disparó su primera e imaginaria bala. El click de la recámara vacía sonó como una suerte de campana de largada.
-¿Alguna vez me amaste hasta sentir que darías la vida por mí?
Click.
-No. Pero llegué a quererte bien. Me habitué a vos y terminé por creer que eras el gran amor de mi vida.
Hubo una pausa. Rosendo tomó la posta. Apretó el gatillo y preguntó:
-Me elegiste entre varios pretendientes, lo recuerdo bien. ¿Puedo saber por qué?
Click
-Porque estaba deslumbrada. Me casé muy enamorada de vos. Te quería de verdad.
Click.
-¿Y por qué me metiste los cuernos con Rubén?
Click.
-No seas tonto. No toleraba ni siquiera que se me acercara y vos ni te mosqueabas.
Click.
-No me mientas, te vi con mis propios ojos. ¿Por qué lo hiciste?
Click.
-No te miento. Lo admito. Te voy a decir por qué lo hice. Para conmoverte. Para sacarnos del letargo en que estábamos metidos. No hay nada peor para una mujer que la indiferencia del hombre que ama. Quería que reventaras de celos.
Click.
-Y lo lograste. Me moría de celos. Los habría matado a los dos.
Click.
-¿Y por qué no lo hiciste? Me habría parecido al menos un acto de vida… un arrebato de amor… o de odio… o la mezcla de ambos… lo que fuera.
Click.
-Me sentía herido en mi orgullo. Quería demostrarte que no valías la pena para mí.
Click.
-Mucho peor que las balas. Sos un cretino.
Click.
-Y vos una puta cualquiera.
Click.
-Vos en cambio, eras un santo. Sólo te acostabas con cuanta putita rondara por el pueblo.
Click. Click. Click. Click.
Rosendo ya no contestó. Tomó la carta que había redactado para su familia y la rompió en pedazos. Concluyó diciendo:
-Sea como sea, la nuestra es una decisión acertada. Así no vale la pena seguir.
Elena asintió. Tomó papel y lápiz y escribió unas pocas líneas que dejó sobre la mesa. Luego cargó el revólver y lo enfocó directamente al corazón de su marido. Rosendo hizo lo propio.
Eran las cinco. Las campanadas del reloj marcaban una vez más el implacable paso del tiempo. Su sonoridad, armoniosa, acompasada, se confundió con el estrépito de las balas, dos al mismo tiempo. Sobre la mesa, una hoja de papel contenía un lacónico mensaje: “Esto fue todo”.
















































jueves, 10 de diciembre de 2009

El Subersivo







Llegó el momento: Comienzan las primeras contracciones y Soledad mide con su reloj la frecuencia con que se producen, rogando con toda su alma que el parto sea lo antes posible. Había pasado ya una semana posterior a la fecha prevista para el nacimiento de Caetano y su ansiedad crecía día a día. No puede más. Siente alterada toda la estructura de su cuerpo por el enorme peso de su vientre, y ya no encuentra posiciones cómodas para descansar, incluso en la cama. Sólo un sillón reclinable, que quiebra anatómicamente, le permite por momentos relajarse. Lo reclina, apoya su espalda en él y observa fijamente el reloj a la espera de una nueva contracción. En ese momento suena el teléfono.
-Hola, ¿quién habla?
-Hola, mami, te habla Caetano.
-¿Cómo?, ¿qué?..
-Sí, mami. Caetano, tu hijo.
-No, imposible. Vos todavía no naciste, ¿verdad? ... ¿O estoy loca? ...
-No mamí. No estás loca. Estoy dentro tuyo.
-Qué suerte que llamaste, Cai. Te estamos esperando. ¿Cuándo venís?
-Lo estoy pensando...
-¿Cómo?
-Sí. No estoy preparado todavía.
-Pero si ya llevás una semana de retraso. Deberías estar listo.
-No me refiero al tiempo de gestación, mamá. Es otra cosa la que me preocupa. El mundo está muy loco. Yo lo veo por tus ojos. Necesito tiempo para prepararme y afrontarlo.
-Pero yo no puedo más, hijito. La panza me llega al suelo.
-Eso es muy egoísta, mamá. Pensás sólo en vos.
-No, hijito. Yo te amo. Además te quiero conocer. Todos estamos pendientes de tu nacimiento. Sólo te vimos en la ecografía. Te quiero conocer.
-Bueno. Pero no es tan terrible lo que te pido. Estoy tan bien aquí. Sólo un par de meses más.
-¿Cómo un par de meses? Vos estás loco. Yo no puedo más. Te ruego, te suplico, por favor Cai, nacé ya.
-Ni lo pienses. Yo estoy aquí bien atrincherado y de aquí no pienso moverme.
-¡Basta, Caetano! Te lo exijo. Tenés que nacer ya. Estás pasado de fecha. De lo contrario voy a hablar con el médico para provocar el parto y asunto terminado.
-Ves que no pensás en mí. Pero si haces eso vas a tener tu castigo. Los voy a volver locos a vos y a papá. Voy a llorar y gritar todo el día. No van a poder dormir ni un segundo. Van a maldecir el día en que nací. Ya me puse en contacto con mis camaradas, ¿sabés? Somos muchos los que estamos de acuerdo. ¡Contra la rigidez de las fechas impuestas por los padres! ¡Por una mayor participación de nuestro gremio en la fecha de alumbramiento! Bebitos del mundo, ¡uníos!
-¡Basta, Cai, por favor! ¡No me tortures más ¡Basta! Me volvés loca. ¡No puedo más! ¡Basta!
Se despertó sobresaltada y a los gritos exactamente en el momento de una nueva contracción.
Miró el reloj. Habían pasado escasos cinco minutos desde que se había adormilado en el sillón. Dio un suspiro de satisfacción al comprobar que había sido sólo una pesadilla y se tocó la panza aliviada.
Volvió a sonar el teléfono.
-Debe ser mamá. Le voy a contar mi sueño. No lo va a poder creer.
= Hola, ¿quién habla?
-Hola, mami. Te habla Caetano…

domingo, 6 de diciembre de 2009

El gusto es uno de los sentidos que más apreciamos



Es aquel que nos permite distinguir entre los distintos sabores de los alimentos y que no solo nos protege de los que eventualmente nos pudieran resultar desagradables o nocivos, sino también es, sin lugar a dudas, el que nos acerca a los placeres que el buen sabor causa en nosotros.

Este es un libro de cuentos que juega con esa idea, la de equiparar sensaciones gustativas con los substancial de una narración, aquellas que nos dejan la percepción de que pasó por nosotros algo dulce o amargo sin que nuestras papilas gustativas se hayan puesto ni siquiera en funcionamiento, pero con la misma fuerza que un plato agradable o un postre muy rico pudieran ejercer en nosotros.
¿Cuánto de amargo puede tener la odisea de un conductor de subtes dando su vida por aflorar a la superficie y sentirse libre? ¿Cuánto de dulce puede tener el beso de una maestra a su alumno enamorado de ella hasta los huesos? Todo cuanto queramos sentir al respecto.

Esta combinación lúdica aplicada a los cuentos, pasando por casi todos los sabores y culminando con un toque dulce, dejará un buen sabor, por lo menos así lo creemos, en el paladar de cada uno de los lectores.