domingo, 13 de diciembre de 2009

El Hechizo





La gitana miró al hombre con marcado interés. El hombre miró a la gitana con curiosidad. Ella sostuvo la mirada. Él, sorprendido, hizo lo propio.
Hacía varios días que la gitana cruzaba a la misma hora la plazoleta donde él, cansado del ajetreo del día, se tomaba un respiro estirando su cuerpo sobre uno de los bancos ubicados al amparo de un gomero gigantesco.
Ese día, ignoraba la razón, él la miró de otra manera, intentando descubrir la figura aparentemente atractiva que escondía la superposición de telas de diversos colores con las que estaba vestida. Ella percibió la mirada y lo dejó hacer, dándole a su andar un contoneo más atrevido y a su mirada un brillo prometedor. Cuando acababa de pasar, sorteando airosa el examen al que el hombre la había sometido se detuvo repentinamente, giró sobre sí misma, y se dirigió hacia donde él, sentado en el mismo lugar, la observaba con total desfachatez.
-¿Querés que te adivine la suerte?-, preguntó al tiempo que se sentaba a su lado. Sin esperar respuesta ella tomó su mano y comenzó a estudiarla con atención. El se prestó a sus requerimientos sin oponer ningún tipo de resistencia. El desparpajo de la gitana le producía curiosidad y su forma de conducirse, con absoluta libertad, lejos de parecerle molesta le resultaba graciosa. La observó detenidamente. Miró sus ojos, negros como la noche, absortos en el estudio minucioso de su mano y no pudo evitar que un cosquilleo indescifrable recorriera su cuerpo. Comenzó a sentir que algo le pasaba con ella como si de toda su figura emanara un halo de atracción al que le era difícil oponerse. Se dejó llevar por ella, cediéndole totalmente la iniciativa y sintiéndose, de alguna manera, a su merced.
-Sos un tipo de mala suerte. Acabás de encontrar al amor de tu vida.
El la miró sorprendido. Se notaba que hacía su propia evaluación de la situación, mientras elaboraba la respuesta.
-No te entiendo. Por lo general uno busca con desesperación al amor de su vida y encontrarlo no le representa mala suerte. Todo lo contrario.
-El amor es sufrimiento...
-…y ternura ...
-…pesar…
-…y goce… .
-... dolor… .
-... y pasión...
-También eso. Todo eso junto. Ya lo irás aprendiendo.
La muchacha soltó su mano y al tiempo que rozaba con su boca los labios del hombre inició su retirada mientras decía:
-Has caído en un hechizo. Ya no te podrás liberar de él. Sería inútil que lo intentaras.

Y se alejó velozmente, perdiéndose entre la arboleda al amparo de los grises que produce el final del día.
El hombre quedó impactado. Durante largos minutos rememoró los dichos de la gitana mientras analizaba sus sentimientos. Confundido y malhumorado se levantó y comenzó a transitar con paso lento el camino que lo separaba de su casa.
Fue dura la noche. Todo el embrujo de la gitana se hacía presente a cada instante en su mente, provocándole una rara sensación de cautiverio del cual le costaba liberarse.
Soñó con ella. Volvió a verla una y mil veces contoneándose seductora, tomando su mano, y dándole cada vez un fugaz beso de despedida. La vio venir con total claridad hacia su cama, desprenderse con habilidad el vestido, y danzar a su alrededor al compás de una copla gitana. Su cuerpo, perfecto. Su sonrisa, un canto al amor. Su voluptuosidad, indescriptible. Su magia, infinita. Jugueteó en su cama con él hasta enloquecerlo de pasión, y se fue apoderando de su voluntad de a poco, en un camino sin retorno. Cuando el hombre sintió la imperiosa necesidad de unirse a ella, jurando un amor eterno que ella eludía con evasivas, supo que estaba definitivamente perdido. La poseyó con locura salvaje una y mil veces, no importaba cuántas. No había saciedad posible. Cuanto más se unía a ella más ansioso estaba por volver a poseerla. Ella lo dejaba hacer. Respondía a su locura en el mismo tono que él le imprimía a la relación, gimiendo de gozo ante cada nuevo requerimiento amoroso. Cayó extenuado, y en medio del sopor de su cansancio percibió que aún no había recibido de ella ni una sola promesa de amor. Cuando la vio alejarse desnuda en la oscuridad de la noche presintió que sólo le restaba correr detrás de una quimera inalcanzable, y que el hechizo en el que estaba sumido sólo le traería sufrimientos. Pese a la oscuridad, alcanzó a ver en su espalda un tatuaje que lo conmovió: una serpiente de lengua bífida aprisionaba el corazón de un hombre hasta límites insostenibles. El corazón, oprimido por la presión en su parte central, parecía a punto de estallar.
Se despertó sudoroso, con la boca seca y con la cabeza reventando de dolor. Calzó sus chinelas a tientas en medio de la oscuridad y prendió la luz, que sintió como un fogonazo hiriendo sus ojos. El dolor de cabeza y la fotofobia mañanera componían a esa hora un cóctel nefasto. Cuando acostumbró sus ojos a la luz y pudo comenzar a distinguir sus cosas cotidianas sintió un escalofrío recorriendo sus vértebras que lo dejó al borde del espanto. El vestido de la muchacha, que se había alejado desnuda de su sueño, estaba al pie de la cama, tal como ella lo había dejado durante la noche. Lo tomó en sus manos y lo observó largamente. Era el mismo vestido que había usado el pasado atardecer. Lo posó en sus labios besándolo con deleite, lo olió con avidez y se impregnó de todo el aroma a muchacha misteriosa que aparecía y desaparecía de su vida produciéndole los sentimientos más contradictorios.
Tomó el vestido, lo dobló en forma prolija, armó un paquete, y lo introdujo en una bolsa junto a los elementos que debía llevar al trabajo. Sentía que su vida había cambiado de un momento para otro completamente, y que le costaría horrores superar los escollos del día con normalidad.
Cuando completó la jornada de trabajo, exhausto, se dirigió presuroso al banco que había ocupado el día anterior y esperó ansioso la llegada de la muchacha. Fue inútil. Ella no apareció, ni ese día ni el resto de los días de la semana. Estaba atormentado. Sufría cada día la ausencia de la gitana y se alejaba en dirección a su casa dispuesto a pasar una nueva noche de horror. Antes de acostarse sacaba de la bolsa el vestido y lo ubicaba en la misma posición que ella lo había dejado con la secreta esperanza de que viniese por él.
-“Has caído en un hechizo. Ya no te podrás liberar de él”, su cabeza le repetía a cada rato. “Has caído en un hechizo”.
Un día la vio venir cuando ya sus esperanzas de volver a verla eran mínimas. Su
corazón comenzó latir en una alocada carrera que parecía no tener límites, como queriendo salir de su pecho e instalarse en ella. Era tan grande su conmoción que no atinó ni siquiera a moverse. Mientras tanto ella, sugestiva y sonriente, apuraba su paso en dirección a él. Usaba el mismo vestido floreado de la primera vez y su contoneo habitual, lejos de resultarle gracioso, se le hacía insufrible. No sabía cómo actuar. Quería gritarle que estaba loco por ella y que hacía noches enteras que casi no dormía con su imagen a cuestas y no le salía una sola palabra ¿Con qué derecho reclamarle el amor que ella nunca había ofrecido? ¿A cuenta de qué enrostrarle que le había jugado sucio, que se había apoderado de su alma y de su voluntad, si ella sólo le había dejado un beso furtivo sin prometerle nada?
Cuando se acercó a él y le propuso una vez más adivinar su destino, un sentimiento de desolación indescriptible se apoderó de él. ¿Ni siquiera lo había reconocido?
La muchacha, no hallando respuesta en él, siguió su camino ignorándolo por completo. Todas las conjeturas que había elaborado su mente para esa situación se esfumaban en el aire al compás de su póstumo contoneo. Pensó en el paquete, que semanas enteras lo había acompañando esperando esta ocasión y comenzó a desatarlo presuroso. Era una prueba irrefutable, una demostración categórica de su actitud perversa, infame, llena de malicia, con el único fin de destruirlo.
-Esperá. Quiero mostrarte algo.
La muchacha se detuvo y giró sobre sí misma sorprendida. Lo vio extraer de una bolsa un paquete y desatarlo con premura, ansioso por llegar al objeto deseado. Luego vio su cambio de actitud. Su gesto anhelante cambiando por otro de desazón inconmensurable.
-¿Qué querías mostrarme?
-No, nada. Perdoname.
Estaba desolado. El vestido había desaparecido. Un ramillete de papeles con la imagen de un corazón aprisionado por una serpiente ocupaba su lugar.
La muchacha volvió a alejarse, desairada y confundida. Mientras lo hacía asomaba en su espalda la cabeza de una serpiente de lengua bífida en actitud desafiante.

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