jueves, 24 de diciembre de 2009

LA PUERTA












Llovía intensamente. El frío de enero penetraba en su cuerpo, produciéndole una horrible sensación de impotencia. Estaba agotada. Su instinto la guiaba en una búsqueda que parecía absolutamente inútil, pero pensaba que era la única posibilidad de escapar con vida. Sabía que estaba en una zona de exclusión, donde ninguna persona de cualquiera de los dos bandos podía circular, salvo que perteneciera a las Naciones Unidas o tuviera un permiso especial. No era el caso de Helga. Cuando la terrible explosión destruyó su casa sólo atinó a escapar sin rumbo fijo. Ella y su hijo, un bebé de pocos meses. Corrió los primeros metros sumida en la más terrible de las desesperaciones. No se animaba a tocar su cuerpo, dolorido en varias partes, ni el de su hijo, por miedo a enterarse de que estuvieran heridos. Corrió alocadamente, nunca sabría qué distancia ni cuánto tiempo.
Cuando comenzó a llover maldijo su mala suerte, en principio, pero recapacitó luego y lo vivió como maná venido del cielo para ayudarla a escapar en medio de la tormenta.
Sentía el llanto de su bebé, al que sabía hambriento y desatendido, pero nada podía hacer por él. Sólo correr y correr en procura de un refugio milagroso que los protegiera de los enemigos y del triste destino que ella presentía para ambos y del que le sería muy difícil salvarse. Cuando alcanzó a vislumbrar una luz tenue en una construcción que casi se llevó por delante comenzó a creer, quizás por primera vez en su vida, que Dios se había apiadado de ella.
No titubeó en entrar en a la casa, casi sin tomar precauciones, y sintió una tibieza incomparable que recorrió su cuerpo de punta a punta y que la llenó de satisfacción.
No había nadie. Alguien la habitaba, no había dudas, porque el resplandor de la estufa de leños todavía no consumidos así lo daba a entender. Se sentó pegadita a la estufa tratando de acaparar el calor al máximo y comenzó a amamantar a su hijo que se prendió a su pecho con voracidad.
La única luz que había en la casa era la que producían las llamas. Comenzó a sopesar sus posibilidades de salvación y arribó a la cuenta final de que no eran demasiadas. Ese lugar podía ser adicto o enemigo. Ella no lo sabía. Tampoco sabía si le convenía escapar y en caso de hacerlo, en qué dirección.
Sus fuerzas flaqueaban minuto a minuto. Rogó con toda su alma por ella y por el bebé, que era lo único que aún conservaba en la vida. Allí estaba bien. El calor iba secando sus ropas y su hijo, ya bien alimentado, había caído en un sueño profundo.
En ese momento se prendió una luz en la pieza vecina. Su corazón se paralizó de miedo. No atinó a moverse. Sintió el andar ruidoso de un par de botas, que supuso serían de algún militar y se hizo un ovillo cubriendo con su cuerpo a su bebé mientras se santiguaba reiteradamente. Los pasos seguían acercándose. Helga temblaba. Temblaba y lloraba en silencio. Los pasos se oían cada vez más cercanos. Cada vez más y más. Sintió una mano posándose en la puerta y el giro del pestillo de la cerradura. Después… muy lentamente… la puerta se abrió…

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