viernes, 11 de diciembre de 2009

Bodas de oro



Rosendo y Elena acababan de cumplir cincuenta años de casados y lo festejaron a pleno con sus tres hijos, sus tres nueras, infinidad de nietos y bisnietos y un número indeterminado de parientes, vecinos y amigos que fueron desfilando desde horas tempranas para saludarlos por el singular acontecimiento.
La casa había resultado chica para dar cabida a tanta gente que quería plegarse al suceso, y en el brindis final, cuando todos levantaron sus copas en honor de Elena y Rosendo augurándoles muchos años más de feliz convivencia, el número de asistentes se había elevado a una cifra tal que habría sido imposible determinar su cuantía.
-¡Felicitaciones, Elena!
-¡Por otros cincuenta años, don Rosendo!
Alguien acercó una torta enorme con dos números gigantescos insertados en ella, que rubricaban para la foto toda la felicidad que embargaba a la pareja. Carteles de diverso tenor adornaban las paredes en alusión al grato acontecimiento: “Felicidades, abuelitos”, “Rosendo y Elena, un ejemplo de vida”.
Alrededor de las cuatro de la mañana, cuando se estaba yendo el último invitado, Rosendo y Elena se tomaron de la mano, como tantas veces en su vida lo habían hecho, y se encaminaron silenciosos hacia la sala que hacía las veces de biblioteca. Franquearon la puerta y dieron dos vueltas a la cerradura. Elena constató que estaba bien cerrada y apagó parte de las luces, dejando buena iluminación sólo arriba de la mesa principal que estaba ubicada en el centro de la sala.
-¿Estás decidido?
-Sí -contestó Rosendo.
-Pues… hagámoslo lo antes posible.
-No hay apuro, Elena. Estamos solos en la casa. Dame tiempo.
Elena accedió y se sentó en uno de los sillones ubicados sobre un costado de la mesa. Rosendo la imitó sentándose exactamente frente a ella. Luego, con total parsimonia, abrió un cajón ubicado debajo de la mesa y comenzó a extraer de él todo tipo de elementos: hojas, lápices, gomas de borrar, bolígrafos y todo lo necesario para disponerse a escribir por horas, si fuera necesario. De la parte de atrás del cajón extrajo un paquete con un paño amarillo que lo cubría y disimulaba. Corrió el paño, abrió el paquete y extrajo de él dos revólveres que apoyó sobre la mesa con total decisión.
-Llegó el momento, Elena.
-Llegó el momento, Rosendo.
Uno y otro tomaron las armas afirmando fuerte la mano en la culata, tanteando el peso y sopesando las condiciones en que deberían ser disparadas. Nunca habían tenido mucha experiencia con armas y jamás habían sentido mayor curiosidad por ellas.
-¿Tenés las balas?
-Sí, por supuesto.
Rosendo extrajo del cajón una pequeña caja gris de donde sacó las balas que fue apoyando de a una en el centro de la mesa. Ella hizo el primer ademán de tomar una, pero Rosendo la contuvo.
-¿Cómo lo vamos a hacer?
-Los dos a la vez. Así quedamos, ¿no?
-Sí, así quedamos.
-Pues, practiquemos antes. No quiero fallas.
Así lo hicieron. Rosendo apuntó su revólver directamente al corazón de Elena. A esa distancia, supuso, era imposible fallar. Elena hizo lo propio. Afirmó su codo en la mesa y observó con un ojo cerrado y el otro bien abierto que la línea entre la mira y la punta del revólver enfilaban con exactitud hacia el corazón de Rosendo. No había lugar a dudas. Imposible errar.
-Empecemos. Uno, dos, tres…
-Uno, dos, tres…
Ambos apretaron el gatillo imaginando el momento fatal que la bala partiría dando muerte, inexorablemente, a su compañero de cinco décadas.
-Creo que está todo bien. Un par de prácticas más y a terminar el asunto.
-Uno, dos, tres…
-Uno, dos, tres…
-¿Preparaste la carta?
-Sí, ¿querés leerla?
-Bueno… o mejor leela vos…
Rosendo introdujo nuevamente la mano en el inacabable cajón y extrajo un sobre cerrado en que se leía: “A toda nuestra familia”. Luego sacó un papel del interior, se colocó las gafas y se dispuso a dar lectura al escrito.

“Queridos hijos y nietos:
Sabemos que al abrir esta carta estarán viviendo un momento de gran conmoción y angustia. Eso es lógico e inevitable. Pero también sabemos que todos ustedes son gente sensible e inteligente y que sabrán comprender, aún en medio del dolor, el causal de nuestra trágica determinación. Hemos tenido una vida plena, donde cada uno de nosotros logró en gran medida cristalizar sus mayores anhelos y consideramos que ponerle punto final ahora, después de cincuenta años juntos, más que un hecho desgraciado debe ser visto como un acto de amor final hacia toda la familia, y en especial hacia nosotros mismos.
Queremos terminar así, rodeados del cariño de todos ustedes y sin llegar a suponer ningún tipo de carga para nadie que con el inevitable paso de los años se produciría. Deseamos que nos recuerden como hoy, bailando el vals de las bodas de oro como último recuerdo. Sabemos que es penoso para ustedes y les pedimos perdón a todos sin excepción por nuestro último acto de vida, tan lleno de amor y cobardía al mismo tiempo.

Un beso enorme para todos.
Elena y Rosendo”


- ¿Estás de acuerdo?
- No. Para nada.
- ¿A qué te referís?
- Esta carta está llena de mentiras, Rosendo, y yo no quiero terminar mi vida en medio del último gran embuste. Todo lo contrario. Quiero que el tiro del final sea un acto de sinceridad, totalmente despojado de las pequeñeces con las que nos manejamos toda la vida.
- No te entiendo, Elena. ¿A qué mentiras te referís?
-“Hemos tenido una vida plena”. ¿Qué farsa es ésa? ¿Sentís que fue plena tu vida?
-Bueno, no. No del todo al menos.
-¿Y en virtud de qué mentís?
-Bueno…
-“Queremos terminar así, rodeados del cariño de todos ustedes”. ¿De qué cariño me hablás y quiénes son todos ustedes? Nuestra familia es un desastre, Rosendo. Seamos sinceros.
-Como todas las familias…
-O peor. “El acto de amor final”. ¡Una farsa! ¿Desde cuándo semejante altruismo?
-¿Qué querías que contara?
-¡La verdad!
-¿Toda?
-Sí, toda, si es necesario. No me desafíes.
-De acuerdo. Te propongo algo. Hagamos el último juego, el juego final. El de la verdad absoluta. ¿Estás de acuerdo?
-¡Totalmente!... pero sin miramientos.
-Sin piedad… sin anestesia… ¿Estás dispuesta?
-Sin dudas. Empecemos ya.
-Una pregunta cada uno, ¿vale?
-Vale.
-Empiezo yo.
-El burro adelante…
-De acuerdo. Empezá vos.
Elena tomó el revólver y disparó su primera e imaginaria bala. El click de la recámara vacía sonó como una suerte de campana de largada.
-¿Alguna vez me amaste hasta sentir que darías la vida por mí?
Click.
-No. Pero llegué a quererte bien. Me habitué a vos y terminé por creer que eras el gran amor de mi vida.
Hubo una pausa. Rosendo tomó la posta. Apretó el gatillo y preguntó:
-Me elegiste entre varios pretendientes, lo recuerdo bien. ¿Puedo saber por qué?
Click
-Porque estaba deslumbrada. Me casé muy enamorada de vos. Te quería de verdad.
Click.
-¿Y por qué me metiste los cuernos con Rubén?
Click.
-No seas tonto. No toleraba ni siquiera que se me acercara y vos ni te mosqueabas.
Click.
-No me mientas, te vi con mis propios ojos. ¿Por qué lo hiciste?
Click.
-No te miento. Lo admito. Te voy a decir por qué lo hice. Para conmoverte. Para sacarnos del letargo en que estábamos metidos. No hay nada peor para una mujer que la indiferencia del hombre que ama. Quería que reventaras de celos.
Click.
-Y lo lograste. Me moría de celos. Los habría matado a los dos.
Click.
-¿Y por qué no lo hiciste? Me habría parecido al menos un acto de vida… un arrebato de amor… o de odio… o la mezcla de ambos… lo que fuera.
Click.
-Me sentía herido en mi orgullo. Quería demostrarte que no valías la pena para mí.
Click.
-Mucho peor que las balas. Sos un cretino.
Click.
-Y vos una puta cualquiera.
Click.
-Vos en cambio, eras un santo. Sólo te acostabas con cuanta putita rondara por el pueblo.
Click. Click. Click. Click.
Rosendo ya no contestó. Tomó la carta que había redactado para su familia y la rompió en pedazos. Concluyó diciendo:
-Sea como sea, la nuestra es una decisión acertada. Así no vale la pena seguir.
Elena asintió. Tomó papel y lápiz y escribió unas pocas líneas que dejó sobre la mesa. Luego cargó el revólver y lo enfocó directamente al corazón de su marido. Rosendo hizo lo propio.
Eran las cinco. Las campanadas del reloj marcaban una vez más el implacable paso del tiempo. Su sonoridad, armoniosa, acompasada, se confundió con el estrépito de las balas, dos al mismo tiempo. Sobre la mesa, una hoja de papel contenía un lacónico mensaje: “Esto fue todo”.
















































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