miércoles, 19 de septiembre de 2012

EL REENCUENTRO





El hombrecito del semáforo se puso verde una vez más, y yo seguía clavado en el mismo lugar, sin decidirme a cruzar la calle. La gente pasaba apurada a mi lado, con la tensión que siempre generan las grandes ciudades, donde todo el mundo se atropella tratando de ganar tiempo para llegar quién sabe adónde. El único que parecía no mostrar apuro era yo, aunque en realidad el motivo de mi pasividad era otro: estaba por encontrarme con Karina, y ese solo hecho era suficiente razón para motorizarme o paralizarme por completo. Sólo había que cruzar la calle y llegar así al soñado reencuentro. Estaba intranquilo y lleno de miedo. Era mucho lo que estaba poniendo en juego. Mi vida. Mi futuro. Mi felicidad. Todo eso, y quizás mucho más, ahí nomás, cruzando la calle. Hacía más de quince años que esperaba ansioso este reencuentro y ya mi natural fatalismo me había quitado las esperanzas de volver a verla. Pero se dio el milagro. “Te espero en el bar de siempre, a media mañana. Vení ni bien puedas. Te voy a estar esperando”. Mi corazón latía aceleradamente rememorando momentos inolvidables con ella. Eramos dos chiquilines de la misma edad cuando nos conocimos y habíamos congeniado desde el primer minuto, aunque había diferencias siderales entre ambos. Yo era un mocoso de quince años, corto, irresoluto. Ella, en cambio, era una mujer de quince años, llena de vida, cargada de anhelos, resuelta, explosiva. Se comía la vida a dentelladas. Día a día me sorprendía con un proyecto nuevo. Quería patinar, ser trapecista, paracaidista, correr autos, escalar montañas. Siempre con matices peligrosos. Siempre al borde de la cornisa. “Vamos, Luigi. En la vida hay que animarse a todo, si no lo hacés te lo perdés.” Y yo sufría a su lado frenándola. “Vamos, Luigi. La vida es corta. Hagámoslo ya.” Y lo hicimos. A instancias de ella. Yo era demasiado apocado para proponérselo. Ella lo propuso, ella lo manejó, ella me introdujo en ella. Creo que arañamos la felicidad por un corto tiempo. Pero duró poco. Un día se fue siguiendo sus proyectos alocados, al sur, “donde la vida es mucho más entretenida” y sobrevino la inevitable ruptura. Nuestras vidas iban por carriles muy diferentes. Yo quería tierra firme y seguridad. Ella volaba a mil por hora. No nos vimos más. Desde ese mismo día comencé a tratar de olvidarla sin demasiado éxito. Todo lo vivido con ella había sido muy fuerte para mí. “No faltes. Te espero ansiosa. Tengo mucho que contarte.” “Por supuesto que voy a ir.” Y aquí estoy. Dejando pasar hombrecitos verdes para darme coraje y hacerle frente a la tromba de mis sueños. ¿Estaré haciendo bien? Me decido y comienzo a cruzar. Voy contando las bandas blancas del paso peatonal. Catorce, quince, dieciséis, hasta arribar a la última. “Vamos, mi amor. En la vida hay que animarse a dar un paso más, aunque sea peligroso.” Subo la vereda, observo los ventanales del bar y en uno de ellos la veo. La emoción me trastorna, pero tengo miedo, muchísimo miedo de que todo vuelva a ser como antes. “Vení con tiempo. Pasaron tantos años, espero que no te decepciones demasiado.” La puerta molinete me arroja al interior del bar. Busco su mesa contra el ventanal de la calle y la encuentro al instante. Me acerco tembloroso al principio, consternado después.
Ella baja la mirada mientras acomoda su pollera en la silla de ruedas. Me siento frente a ella y le tomo las manos. No digo nada. Veo asomar lágrimas a sus ojos. La vida le cobró un precio muy alto.
Los recuerdos se arremolinan una vez más en mi mente y las dudas me atormentan. ¿Podremos reemprender algo juntos? Creo que no. Somos muy distintos. Yo apenas logré cruzar la calle.
Ella, en cambio, está de vuelta de todo en la vida.

 

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