sábado, 6 de febrero de 2010

HASTA LA VICTORIA SIEMPRE



María mira nerviosa el reloj. Ya había anochecido y las cosas seguían empeorando. Juan agoniza a su lado. No había resultado todo tan sencillo como él y sus compañeros habían planeado. Todo lo contrario. Alguien los había delatado y tras la emboscada comenzaron a caer como moscas ante las ráfagas de ametralladora. Sólo Juan se había salvado por milagro de quedar tirado en el asfalto gracias a su gran fortaleza y una acción impensada de María, que pudo socorrerlo maniobrando alocadamente un automóvil que habían robado pocos minutos antes para esa operación. Una barrera baja y el paso de un tren que apenas logró esquivar le permitió desembarazarse de los autos verdes que la perseguían obstinadamente y llegar finalmente a destino.

- ¿Dónde estamos María?

- En la villa, Juan. Descansá.

Estaba seriamente herido y perdía sangre continuamente. Una sonrisa amarga se dibujó en el rostro del hombre cuando preguntó

- ¿Hace mucho que llegamos?

- Un rato, Juan. Ya pronto van a venir a curarte. Vamos, Juan, fuerza. Vos siempre lo dijiste. Hay que seguir.

María lo admiraba profundamente. Habían compartido infinidad de operativos, casi todos con éxito, y su figura se había agigantado tanto para sus compañeros como para ella, hasta llegar a rodearlo de un halo de invulnerabilidad.

“Si alguna vez te toca caer ni lo dudes, María. La pastillita es infalible”. María lo sabe, es el último recurso. Sabe que están demasiado jugados en la causa y si cayeran no sólo serían tratados como perros, sino también serían torturados hasta límites indecibles para finalmente morir.

Juan tenía razón, la pastillita era rápida y efectiva. Ya había sido probada sobradamente por ex compañeros en situaciones límite. ¿Se animaría a hacerlo ella también si fuera necesario?

Revisa su cartera. El estuche de edulcorante está a la vista. Levanta la tapa y desparrama las pastillas sobre la mesita de luz. Son muchas y blancas, muy blancas. Sólo un par de ellas tienen un tinte más parduzco que las distinguen del resto. María las vuelve a su lugar asustada, una por una, hasta volver a llenar el recipiente. Unas lágrimas furtivas se asoman a sus ojos. Sentimientos contrapuestos se entrecruzan atormentando su alma. Lejos habían quedado las advertencias de su familia. Una fuerza interior que nunca había podido manejar la impulsaba. Fue entrando de a poco, lentamente, casi sin darse cuenta, y al corto tiempo supo que había emprendido un camino del cual es muy difícil regresar, pero cuando comenzó a transitarlo junto a Juan se sintió plena y por momentos feliz.

“-¿Hacía dónde vamos, Juan? ¿Esto tiene fin?

-No hay cartel de llegada, María. Hay que seguir y seguir. Hasta la victoria siempre. No lo inventé yo, ¿verdad?

-Verdad.”

La respiración de Juan suena entrecortada. María se estremece.

-¡Vamos, Juan! ¡Fuerza, carajo! Vos no podés caer. ¡Te necesito, Juan!

Unos ásperos ronquidos es lo único que recibe como contestación. Respiración más débil y fuertes sibilancias los siguen. Después el silencio. Un silencio total y absoluto.

Un llanto amargo aflora a su garganta. Se siente por un instante sola y desvalida. Busca su estuche de pastillas y abre la tapa dispuesta a volcarlas sobre la mesita de luz mientras da una última mirada sobre Juan. La tranquilidad de su rostro la decide. Cierra el estuche, lo guarda en la cartera, enjuga sus lágrimas y se aleja del lugar con paso firme.

-Hay que seguir, Juan. Como vos decías. Hasta la victoria siempre.

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